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Detrás del uniforme - Camuflado

“Recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”, Svetlana Alexiévich.

Las historias de este especial hacen parte de los recuerdos íntimos de soldados, suboficiales y oficiales fuera y dentro del área de operaciones. Muchos de ellos reconocieron en distintas conversaciones en los batallones de Villavicencio (Meta), de Florencia (Caquetá) y Tolemaida que era la primera vez que hablaban de estas vivencias, no porque fueran secretos inconfesables sino porque nadie, hasta ese momento, les había preguntado: ¿Qué se siente ser parte de la guerra?

En la mayoría de los talleres de memoria fue evidente la necesidad de ser escuchados. En Villavicencio, por ejemplo, un soldado de la Cuarta División que no estaba inscrito en el listado de participantes se acercó a la puerta del salón del Hotel Jaque donde se realizaron las conversaciones. Llamó con la mano a una de las talleristas y le dijo: “Hola, soy el soldado Cepeda y quiero que me escuchen. Fui herido por una mina y una granada y desde eso casi no puedo dormir”. La noche anterior, Cepeda se había enterado de que diez de sus compañeros estaban relatando episodios de sus vidas en la selva y él quería ser uno de ellos.

A pesar de ese interés genuino por contar, también hubo casos de solo silencio. En otro taller en la misma ciudad, el suboficial Giovanni Vega, estuvo atento a todas las preguntas, pero sus respuestas no se extendían más de una frase. A veces, escuchaba los relatos de sus compañeros y su mirada parecía perderse en algún recuerdo. No decía nada. El filósofo alemán Walter Benjamin escribió en su ensayo, “Para una crítica de la violencia”, que los soldados regresan mudos del frente de batalla, y ese parecía ser el caso de Giovanni.

Al final, cuando se les propuso hacer un dibujo como “tributo a los ausentes”, el militar cambió de actitud. Dibujó parte de su familia y entró en llanto. Se acercó a una de las talleristas y le habló sobre cuán difícil es volver a casa después de la guerra. Algunos militares, a pesar de tener familia, al regresar del área de operaciones se sienten solos o descompuestos, “es como regresar de otro planeta o de otro universo”, escribió la Nobel bielorrusa, Svetlana Alexiévich, en la introducción de uno de sus libros.

En dos de los lugares donde hubo talleres, Cuarta (Villavicencio) y Sexta (Florencia) Divisiones del Ejército las sensaciones fueron similares. Las historias aparecían desordenadas: hablaban de la infancia campesina y, al minuto, del último combate en el Cauca. O surgían cortadas: en medio de un relato sobre la importancia del abastecimiento, nacía otro sobre la creatividad que exige la selva o de cómo cambia el color de la piel después de pasar cinco o seis meses sin salir de ella.

En Tolemaida, los diez hombres de las Fuerzas Especiales que estuvieron en los ejercicios de memoria que realizamos expresaron tener reservas para hablar sobre algunos recuerdos de la guerra. Así lo advirtieron al comienzo: “Hay cosas que, por seguridad, no podemos decir”. Esta unidad, creada desde hace más de cuarenta años, realiza operaciones “de guerra irregular en la profundidad del territorio enemigo y el propio ocupado”. En otras palabras: ellos han sido los responsables de “Camaleón”, “Jaque” u “Odiseo”, operaciones militares en las que nunca se llegan a conocer públicamente los nombres o el rostro de sus protagonistas. Revelar sus recuerdos significaba, incluso, poner en riesgo sus vidas.

Las tres historias que se presentan a continuación –y los anexos gráficos y narrativos– resumen el corazón de la guerra en Colombia. Hablan de la soledad y del silencio ante la muerte, de los recuerdos antes de empuñar un fusil, del honor de vestir el camuflado y de los anhelos por volver a casa.

 

Las motivaciones y el honor militar

En el transcurso de las conversaciones con soldados, suboficiales y oficiales del Ejército, ellos contaron qué les motivó a entrar a las Fuerzas, así como sus experiencias más significativas.

Carlos, oficial:

“Los soldados profesionales que me han dado son excelentes personas y yo siempre he acostumbrado en mis unidades a gastarme entre cuatro y cinco días para hablar con ellos, uno por uno. Me gusta saber de dónde vienen, cuál es su vida, qué esperan de su futuro. Cuando uno hace eso, me consta, la unidad da mejores resultados”.

Juan, oficial:

“Puedo decir que yo nací en el Ejército. Mi papá en esa época era sargento segundo y manejaba un camión que fue donde mi mamá dio a luz porque los dolores la cogieron por sorpresa. No alcanzamos a llegar al hospital. Por las condiciones mismas de higiene y demás, me tuve que quedar mi primer mes de vida en el hospital militar”.

Jaime, oficial:

“Mi bautizo, es decir, mi primer combate fue un 18 de agosto. Me mataron a un soldado, Adrián Acevedo Colorado, y yo digo que para eso no lo preparan a uno en ninguna escuela, en ninguna universidad. Una cosa es recibir la formación militar, los cursos de combate, y otra es ver destrozada a la persona con la que has convivido durante ocho meses, que ya es como de tu familia. Ese soldado fue fundador del Batallón Bajes y tenía 10 años como profesional, murió por un artefacto explosivo, y aún sigue en mi memoria”.

Edward, oficial:

“Yo nunca olvido el primer soldado que me mataron. Era mi amigo y llevaba nueve años en la institución. Le pegaron un disparo en la cabeza y cuando fui a recogerlo y lo tomé de la cabeza los dedos se me metieron en el cráneo. Él alcanzó a hablar: ‘Mi Teniente, no me deje morir’. Recuerdo que me había dicho que quería estar dos años más en el Ejército porque ya había comprado unas vaquitas para tenerlas en una finca y dedicarse a eso”.

Jaime, suboficial

“Yo descubría todos los días cosas nuevas que me maravillaban de los soldados. Algunos no tenían ni quinto de primaria y eran los mejores para descifrar los códigos de la guerrilla. Por ejemplo, sabían cómo asociar los colores que ellos mencionaban con las coordenadas donde estaban ubicados”.

Diego, suboficial:

“Los soldados también son expertos en inventiva y creatividad. ¿Sabe cómo cargan a veces los celulares? Con un billete de mil. Sí, lo pasan fuerte contra la batería para causar fricción y eso les daba 20 minutos más de carga”.

Diego, suboficial:

“Antes de que existiera celular, lo que se veía entre los soldados eran los walkman y ‘un cerro de casetes’. Y ese era el mejor pretexto para hacer amigos porque el costeño llevaba champeta, el caleño llevaba salsa, el paisa rock, y así. Todo eso era esencial porque, imagínese, son cuatro o cinco meses aislados de la civilización, ¿qué más hacía uno?”.

Francisco, soldado:

“Yo entré al Ejército porque cuando estaba chiquito no hacía más que esperar cada sábado para ver Hombres de honor. Yo quería ser como ellos y aquí estoy. Pude cumplir ese sueño”.

Alfonso, soldado:

“Llevo 16 años en el área, porque me gusta. Muchos compañeros que saben que me falta poco para pensionarme me dicen que por qué no pido algo de oficina, pero yo les digo que no me veo en otra parte que no sea la selva. Quiero seguir sirviéndole al Ejército desde allá y si he de morir en el área, muero contento”.

Héctor, soldado:

“Yo estoy en el Ejército por la mística. Es difícil de explicarlo porque no tiene que ver solo con portar un fusil o un uniforme. Tiene que ver con pertenecer a una institución como estas y lo que se teje adentro, entre nosotros”.

La búsqueda de Wilson

Cortesía Wilson Roa. Wilson durante sus primeros años como soldado.

Wilson es el segundo de izquierda a derecha, en la hilera de abajo. Es el único que viste pantaloneta y el único al que se le ve un arma: un fusil calibre 5.56 mm que parece acariciarle la mejilla. La foto fue tomada en Guanape (Vichada), en 2004; en esa época tenía 24 años de edad, la piel blanca, lisa, sin cicatrices. Podría ser la foto de un grupo de militares en un paisaje de Afganistán ese mismo año, pero es el sur de Colombia, en la guerra que pocos conocen como ellos, los siete hombres de la foto, como Wilson Roa, quien este año sale pensionado después de dos décadas de ser soldado.

En la antigua Grecia se decía que era necesaria una guerra por lo menos cada 20 años para que todas las generaciones supieran lo que es. “Yo ya sé lo que es –dice Wilson–. He visto muertos y mutilados; me ha dado paludismo cerebral y he estado en campos minados. He aguantado hambre y frío. Estuve diez meses seguidos en la selva, en el área de operaciones sin saber nada más que eso”. Wilson pudo escribir un diario detallado de la peor época del conflicto en Colombia, de sus recorridos por Arauca, Guaviare y Casanare, de las vendettas entre Martín Llanos y Miguel Arroyave o del asedio guerrillero, pero a sus 38 años no sabe leer ni escribir. Es un soldado profesional analfabeta y no le avergüenza decirlo.

Pero trata de explicarlo: Wilson fue abandonado por su mamá en San José del Guaviare cuando tenía cinco años de edad (ella lo arrojó a un río); a los siete –porque su madrastra lo humillaba y lo golpeaba con objetos– huyó de la casa y comenzó una travesía que terminó una década después, cuando un amigo de correrías le propuso prestar servicio militar. “Yo sentía que mi vida iba a medias en todo y pensé que siendo soldado algo podría cambiar”, dijo.

“La decisión de huir la tomé porque mi madrastra me daba muy duro”.

En aquellos tiempos, finales de los años ochenta, él solo quería escapar. Nada era normal y todo en su vida era imperfecto. No tiene recuerdos de una casa con una familia, mascotas, juguetes, algo de paz. No hubo un salón de clases ni tareas o recreos. Sus anécdotas de niño son de otro tipo: vendió cartones en Bucaramanga y gafas en Cartagena, recogió botellas en Armenia, limpió tornillos en Santa Marta, durmió entre las sillas de los buses y en la parte trasera de los camiones, se bañó en ríos y baños prestados, comió tigrillo en Güerima (Vichada), arrió ganado en las praderas del Valle y fue ayudante de una “ciudad de hierro”.

En algún momento, cuando tenía 13 o 14 años de edad, salió de Cali hacia Villavicencio para retornar a casa donde su padre. Quería saber cómo estaba, si tenía acaso algún hermano. Llegó y quiso quedarse, pero su madrastra seguía con una furia que, al día de hoy, no sabe explicar:

“Siempre los problemas son por usted, es mejor que se vaya”.

“Más dura que la guerra fue mi infancia, pero lo más duro de mi infancia fue el abandono de mi mamá”. Casi cada relato sobre cualquier cosa de su vida termina en un: “Yo no le tengo rencor… solo quiero verla y preguntarle por qué lo hizo, por qué me dejó”. Es como si esa ausencia estropeara cualquier relato heroico de la guerra, cualquier historia de supervivencia e incluso de dolor en el campo de batalla.

Pero su tristeza no es excepcional. Historias de una infancia difícil estuvieron presentes en las conversaciones con soldados, suboficiales y oficiales del Ejército. En el caso de Wilson, es el abandono de la mamá, pero la niñez de algunos militares que participaron en los talleres de memoria pasó por el hambre, el asesinato de los padres, el desplazamiento forzado, la violencia intrafamiliar, el reclutamiento… esa infancia infructuosa casi se convierte en una metáfora implícita de lo que, al final, también ha sido la guerra. Detrás de cada combatiente pareciera ocultarse un hombre con preguntas sobre la felicidad y la identidad. La mayoría coincide en que le regalaron la juventud al Ejército y la mayoría también coincide en el amor genuino hacia la institución.

En 2015 Wilson comenzó a buscar a su mamá en Facebook. Antes le había preguntado a un tío para que le diera pistas, que le contara algo sobre ella. “Es alta, morena y valluna”, fue lo único. Su papá, antes de morir hace ocho años, esquivó el tema, solo le dio el nombre: Rocío Cardona. Con esos datos y la ayuda de su esposa fue rastreando homónimos en la red social.

En 2009 un amigo de una notaría encontró un certificado de la cédula de una mujer con el mismo nombre. Le sacó fotocopia y se la envió a Wilson. Se alcanzaba a ver el rostro, la fecha y lugar de nacimiento (15 de diciembre de 1962 de Palmira, [Valle]). Con esos datos, la búsqueda se hizo más fácil. A los pocos días, su esposa vio a una mujer similar en Facebook. Le hizo una solicitud de amistad y fue rechazada. Contactó luego a su hija, que también tenía perfil, aceptó y le escribió un mensaje privado: “Hola, ¿cómo está? Yo soy la esposa de Wilson Roa y él está buscando a la mamá. Yo creo que es doña Rocío, tu mami”. La hija la puso en contacto con Rocío, pero esta negó cualquier vínculo, dijo que debía ser un error o una confusión. Ese mismo día la supuesta mamá cambió el nombre en Facebook y eliminó todas las fotos. No ha habido más contacto.

“Él de eso de tener la mamá no sabe... él dice la palabra, pero no sabe”.

Wilson sostiene la fotocopia de la cédula de su mamá. Es la única foto que conoce de ella.

Wilson vive hoy en una casa que él mandó a construir con el dinero ahorrado de sus años en el Ejército. Esos mismos ahorros le sirvieron para comprar dos pequeños apartamentos en Granada (Meta). A pesar de los sacrificios propios de una vida militar, dice que volvería a aceptar la invitación de su amigo de correrías hace veinte años, volvería a ser soldado. Sin embargo, el tema de su mamá es como un desgarro permanente en el alma.

La última conversación que hubo para la escritura de esta crónica fue en su casa en el barrio San Pablo de Villavicencio. Allí estaban sus tres hijos y su esposa. Todos escuchaban lo que Wilson decía, lo veían llorar y restregarse los ojos. El hombre recio que ven llegar uniformado todos los días del batallón desaparece con la sola mención de una mujer que no recuerda. Rocío Cardona es más una angustia que un recuerdo para Wilson.

“Estoy cansado”, dijo esa vez y no se refería a los 20 años como soldado.

El día de la última conversación en Villavicencio, Wilson le dictó a su mujer esta carta para su mamá con la esperanza de que algún día ella viera este especial de memoria histórica.

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Animales selvaticos

Radiografía de un soldado

La selva, la soledad, la supervivencia, las enfermedades, los triunfos, en suma, la guerra puede transformar al hombre. Estos testimonios reflejan, en parte, el vasto engranaje en la humanidad de las personas que visten un camuflado.


Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá


Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá


Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá


Relata: Soldado. Villavicencio – Meta


Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá


Relata: Soldado. Villavicencio - Meta


Relata: Soldado. Florencia - Caquetá


Relata: Oficial. Florencia - Caquetá


Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá


Relata: Suboficial, Florencia – Caquetá


Relata: Suboficial. Florencia – Caquetá


Relata: Suboficial. Florencia – Caquetá


Relata: Soldado en Florencia – Caquetá


Relata: Soldado profesional en Villavicencio - Meta


Relata: Suboficial en Villavicencio – Meta

Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá

“Hubo un tiempo en el que me tocó aguantar siete días en el área, esperando el apoyo de una aeronave. No había más por dónde meterse, no era un sitio carreteable, no era cordillera y tenía uno que estar ahí esperando, rogando al cielo que se despejara para que pudiera llegar la aeronave. Comíamos lo que fuera, pero más que eso era el aguante mental. Resistir y pensar siempre positivo”.

Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá

“Es muy difícil estar cuatro meses en un mismo punto viendo la misma gente, viendo el mismo árbol, viviendo en el mismo cambuche. Eso es algo que psicológicamente lo agota mucho a uno. Pero, paradójicamente, a veces siento que mi cabeza y mi cuerpo piden la adrenalina militar, estar en combate… y eso, claro, también lo afecta uno. Eso es un contraste curioso que nunca he entendido”.

Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá

“La guerra también es cuestión de supervivencia porque, por ejemplo, el cielo solía cerrarse mucho en el Caquetá, el Chocó o el Guaviare, y el apoyo del helicóptero con la comida se demoraba. Era difícil y uno necesita escuchar el helicóptero para motivación mental… porque uno puede aguantar muchas cosas pero el hambre… yo tuve un pelotón en San Mateo que tuvo que comer comida de perro, la fritaban para comérsela (…). Así es la guerra”.

Relata: Soldado. Villavicencio – Meta

“Una vez un teniente casi se enloquece mientras combatía en el Cauca. Le habían matado a cinco de sus soldados y tuvieron que pedirle traslado”.

Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá

“Yo era uno de los que siempre que salía (al área) cargaba bastante agua y sueros. ¿Por qué agua? Porque cuando uno entra en combate el cuerpo pierde tanta, tanta agua como adrenalina. Y muchas veces me pasó que, justo terminando un combate de tres, cuatro o cinco horas, no encontraba agua cerca y la sed es algo insoportable, es desesperante. Me ha tocado ver soldados que entran en desesperación por el agua”.

Relata: Soldado. Villavicencio - Meta

“Una vez en el Tolima -con mi compañía de contraguerrilla- duramos 45 días sin bañarnos porque no había agua. El morral lleno de víveres, de comida y no había con qué hacer nada porque no teníamos agua. ¿Qué tocaba hacer? Montarse en los árboles, esos que parecen como con una piñita arriba, como una raicita, y ahí encontrábamos algo de agua y la vaciábamos, tratábamos de filtrarla con las pañoletas, pero esa agua era negra. Nos tocaba comernos el arroz con agua negra, sabor a tierra”.

Relata: Soldado. Florencia - Caquetá

“El miedo es difícil de contar porque a veces, más que miedo, lo que hay es sorpresa y uno siente que se le hincha el corazón. A mí me ha tocado ver la muerte muchas veces, incluso, una vez el helicóptero en el que iba fue derribado, pero ahí aprendí que el miedo hay que aprender a superarlo”.

Relata: Oficial. Florencia - Caquetá

“El fusil es todo para uno. En el área puedes tenerlo todo, pero sin fusil ¿qué haces?”.

Relata: Suboficial. Florencia - Caquetá

“El arma es la vida de uno. Quitarle el arma a un soldado en el área es tan grave como quitarle el bombón a un niño”.

Relata: Suboficial, Florencia – Caquetá

“Una vez me tocó hacer un relevo en Miraflores (Guaviare), de un compañero que sacaron del área porque había fallecido su mamá. Ahí me tocó un combate en el que un soldado fue impactado en la cabeza y quedó herido. En esos casos la urgencia es evacuarlo de la zona, pero el GPS no me funcionaba. Me pedían las coordenadas, yo prendía el GPS y, preciso, cuando las iba a dar, se apagaba, no funcionaba. Era un caso delicado porque una cosa es un tiro en un brazo, pero en la cabeza es diferente. Yo miraba al soldado y me hablaba, pero yo no sabía si le habían perforado el cráneo o qué. Fue un momento de tensión. Nos salvó que vino el “ángel”, un apoyo aéreo del Ejército que baja en zigzag, y lo sacamos. A partir de ese momento, compré mi propio GPS y lo guardo siempre en mi bolsillo. Es algo esencial para uno como suboficial o comandante. A uno se le puede dañar la ametralladora, se le puede dañar un fusil, pero jamás el GPS”.

Relata: Suboficial. Florencia – Caquetá

“Hay una cosa que yo llamo “el poder” y generalmente lo mantengo dentro del equipo para casos de hambre y mucho esfuerzo físico: se trata de Ensure sabor a vainilla o sabor a chocolate, uno le echa leche en polvo El Rodeo y lo revuelve. A veces, cuando se acaban los víveres, uno se lo toma y recobra energías. Eso me daba moral en el área, tanta que los soldados se me acercaban y me decían: ‘Mi cabo, deme un poquito de poder’”.

Relata: Suboficial. Florencia – Caquetá

“En el equipo de un soldado siempre va un plástico. El plástico es la cama de uno, la cobija, el techo, y cuando llueve, hasta se puede convertir en una piscina o un lavadero”.

Relata: Soldado en Florencia – Caquetá

“Yo estuve en la Móvil N.° 3 en la que uno diariamente caminaba diez u once kilómetros. Por ejemplo, una vez hicimos la ruta desde San Vicente del Caguán hasta Larandia; eso fueron casi dos meses caminando”.

Relata: Soldado profesional en Villavicencio - Meta

“El frío por las montañas del Tolima es demasiado. Estábamos sobre los 3.800 metros de altura. Yo cargaba hasta tres cobijas y un costal porque el frío era muy berraco. A veces me tocaba hacer de centinela y todo mi cuerpo temblaba. ¿Qué me tocaba hacer? Ponerme las botas de combate y a unas de caucho, meterles gasolina y prenderlas”.

Relata: Suboficial en Villavicencio – Meta

“Una vez yo estaba en el Batallón Tenerife, en Pitalito (Huila) y recuerdo que por un bombazo de la guerrilla, un soldado quedó mutilado. La imagen que no voy a olvidar es la de él tratando de levantarse como si aún tuviera las dos piernas. Ese recuerdo no se me borrará jamás”.

La primera oficial herida en combate

Siendo tan solo una niña en Bogotá, Elizabeth Vélez les contaba a sus compañeras del colegio que su sueño era ser policía porque le gustaban la disciplina, la milicia y las armas. En bachillerato, un coronel le dijo que las mujeres también podían ser parte del Ejército y desde ese momento ella su nuevo sueño sería incorporarse para ayudarles a los soldados en la guerra: “Yo quiero salvarles la vida a los héroes”, dijo la única mujer militar que participó de los encuentros con Memoria Histórica. Cuando comenzó su carrera en 1999 en la escuela militar de cadetes como oficial administrativa en especialidad de sanidad, supo que no estaba equivocada y que esa era su misión. Apoyar a las tropas, curar a los enfermos y evacuar heridos por tierra y aire.

Cortesía Elizabeth Vélez, la cuarta, en cuclillas, de izquierda a derecha.

Pero todo cambió en la madrugada del 10 de junio de 2004. Fueron las horas límites de su vida. Recuerda que estaba tendida sobre el piso trasero de la ambulancia del Batallón de Ingenieros Pedro Nel Ospina, y tenía el cuerpo bañado en sangre. A lado y lado, dos camillas con soldados heridos que no paraban de preguntar: “¿Cómo va, mi teniente?, ¿cómo va?”. Ella tenía cinco impactos de proyectiles en el cuerpo. Estaban en la vía que de Yolombó conduce a Barbosa (Antioquia). Minutos antes, Elizabeth había escapado a la muerte en un enfrentamiento con la guerrilla de las FARC. Ella es la primera oficial herida en combate de las FF. MM. y a partir de esa noche la historia de las mujeres dentro del Ejército no volvió a ser la misma.

El encuentro

“Ese día me informaron que se había presentado un accidente de tránsito y que había personal lesionado en Barbosa (Antioquia). Como había tantos heridos, me ordenaron que me llevara al médico rural que estaba disponible en el dispensario. Salimos como a las ocho de la noche el médico, mi soldado que conducía y yo. Cuando llegamos a Barbosa nos dijeron que el personal más crítico estaba en Yolombó, que nos fuéramos de inmediato para allá. Cuando llegamos ya era medianoche y había dos hombres lesionados, muy graves. Los inmovilizamos y arrancamos a la una de la mañana en la ambulancia. Yo me fui adelante con el soldado y, atrás, los heridos y el médico rural.

En el recorrido yo traté de quedarme dormida, pero al momentico sentí la voz del soldado: ‘Mi teniente: la guerrilla, la guerrilla’. Cuando reaccioné, ya tenía a un tipo por el vidrio apuntándome con una linterna y un arma. También vi a dos hombres al frente. El soldado me dijo: ‘¿Qué hago?’ Y yo le contesté que nada. Mi angustia en ese momento era por todo lo que teníamos y por lo cual nos podían identificar: la ambulancia del batallón, el radio de comunicaciones, los camuflados de los soldados, la identificación militar, y mi pistola, mis placas, mi cédula militar… Tenía todo para que me identificaran. O me secuestran o me matan, eso pensé.

“El soldado me despertó y me dijo: ‘¡Mi teniente, la guerrilla, la guerrilla!’”

Nos hicieron bajar de la ambulancia y me preguntaron que quién era yo. No sé de dónde me salió esa capacidad mental y le dije al soldado: ‘Quédese callado que yo hablo’. Entonces les dije: ‘Nosotros somos del Hospital General de Medellín y estamos evacuando a estos muchachos que se accidentaron en una moto. Están graves’. Como decimos en el Ejército, les armé la fachada. Ellos empezaron a revisarlo todo, pero nunca me revisaron los dos celulares donde tenía los contactos del Ejército, solo los desbarataron. Nos vieron todos los radios, pero alguien –no sé quién– gritó por allá: ‘¡Eso es normal en las ambulancias!’, yo creo que fue mi diosito. Arrancaron los radios y siguieron revisando. Yo cargaba en la guantera mi 9 milímetros, una Pietro Beretta, la típica de los militares. Yo no sé qué pasó, pero esa guantera no les abrió. No sé cuánto duró ese episodio pero sudé petróleo.

Con el soldado no hubo mayor problema porque él solo respondía: ‘Yo soy conductor, yo soy conductor’. Íbamos vestidos de civil y yo llevaba en mis bolsillos la cédula militar. El tipo me fue a meter la mano donde la tenía y yo brinqué y le dije: ‘No tengo nada, yo no tengo nada, por qué no me cree’. Entonces me le hice la loca y le mostré el otro bolsillo y me dijo: ‘No, deje así’; y fue cuando se fijó en mi cuello y yo pensé: las placas, aquí fue. ‘¿Qué es eso?’. Pero él se refería a una cadena gruesa de oro que yo cargaba y le dije: ‘¿La quiere? Llévesela que yo no tengo problema’.

Ellos seguían, revise y revise, y lo que más me angustiaba era que los camuflados de los soldados heridos los habíamos amarrado y metido debajo de las camillas. Si los identificaban, los mataban; y yo trataba de distraerlos, de hablarles, de alegarles y pelearles. Yo noté que uno de ellos era más accesible, me escuchaba; en cambio los otros eran déspotas y displicentes. Me le pegué a ese y le decía: ‘Estos muchachos se van a morir… déjenos ir’. Y él me contestaba que esa decisión dependía del jefe: ‘Entonces llámelo’, le dije.

Cortesía Elizabeth Vélez.

El señor llegó furioso. Yo le dije que esos muchachos se me pueden morir acá, que a mí no me importaban sus intereses, solo que se salvaran los heridos. Y él me contestó: ‘Pero acaso el Gobierno es justo, el Estado es justo, los políticos son justos’. Si ellos son animales e injustos, entonces usted se está comportando igual. Ahí fue cuando el tipo se enfureció más y me puso la pistola en la cabeza: ‘Usted sabe que yo la puedo matar acá’. ‘Yo sé, usted se puede comportar como un animal y matarme’. No sé por qué bajó el arma y me dijo: ‘Si en 5 minutos no ha llegado lo que estamos esperando, la dejo ir’. No se imagina el descanso que yo sentí ahí, ahjjjj.

Estábamos en un sitio totalmente oscuro y solo alcanzaba a ver a los cuatro hombres que tenían linternas, pero todo era muy oscuro y tenían pasamontañas. Luego, le ordenaron al soldado que prendiera las luces de la ambulancia y él aprovechó para sacar la pistola de la guantera y botarla. Con las luces prendidas vi que eran en total como 10 hombres. Y también había un bus con civiles detenido. En ese momento, el soldado me dijo: ‘Ay, mi teniente, la tropa, viene la tropa’. Y yo: ‘Noooo, nooooo. ¡Ay, Dios mío!’.

El combate

Los guerrilleros nos dieron la orden de montarnos al bus, pero no me les subí porque, para la época, era una de dos: o remataban a todos los del bus o los secuestraban y, hasta ese momento, jamás habían secuestrado o matado a una oficial del Ejército. Yo traté de irme hacia el peñasco, pero estaba tan oscuro, que si me tiraba me mataba. Y me tendí debajo del bus, el soldado hizo lo mismo y quedó a mi lado.

Cuando llegó el camión con la tropa, encendieron más luces y comenzaron a gritar: ‘Es Ejército, es Ejército’. Se notaba que no los estaban esperando y ahí se armó el combate. Los guerrilleros se cubrieron con nuestra ambulancia y el bus quedó en la mitad del enfrentamiento. Todos comenzaron a disparar de un lado y del otro. Yo sentí el primer impacto en el abdomen. Eso fue como un quemonazo, sentí que me pasó el fuego del lado derecho al izquierdo. En ese momento odié ser de sanidad porque no actué como una persona cualquiera sino que pensé: laparotomía, peritonitis, me atravesó el intestino, me imaginé todo lo que había visto en mis pacientes en ese tipo de heridas. Traté de contener la hemorragia con mis manos y le dije al soldado: ‘Me dieron, me dieron’. Yo veía las trazadoras, esas balas que se ven iluminadas a ras de piso y sabía que me podían seguir impactando; entonces intenté salirme de ahí, pero el soldado me detuvo porque pensó que yo quería era salir para gritar ‘¡me dieron!’, pero lo que quería era evitar que me hirieran más. Cuando él me haló, sentí el segundo impacto y dije ‘me van a matar’; si me impacta en el tórax o en la cabeza me muero porque sabía a qué distancia estaban los centros médicos de Yolombó y de Barbosa que no tenían la capacidad para atender mis heridas. No alcanzaría a sobrevivir.

Me tendí boca abajo y empecé a orar. Le dije a Dios que me recibiera a su lado. Comencé a despedirme de este mundo. También le pedí que le diera fortaleza a mi mamá porque en casa solo éramos ella, mi hermanito y yo. Eso también podría ser el fin de mi mamá. Yo apenas tenía 26 años de edad.

“Estábamos en eso cuando yo sentí el primer impacto”.

Luego, traté de moverme y me fui hasta el lado de una llanta, pero era irónico porque ahí también llegaban los proyectiles. Para ese momento el fulgor del combate había cesado un poco y el soldado comenzó a gritar: ‘Paren, paren, que le dieron a mi teniente’. Y yo: ‘No diga eso que me rematan. Cállese’. Al rato, la guerrilla parecía que se había ido. El soldado me ayudó a parar pero la pierna derecha no me respondió y me fui para un lado. Abrimos las puertas de la ambulancia y el médico rural estaba tendido entre las dos camillas, los soldados que traíamos heridos estaban pálidos y las sábanas estaban perforadas por balas, era como si los hubieran rozado. La ambulancia estaba impactada, parecía un colador y cuando el soldado le dijo al médico: ‘Doc, le dieron a mi teniente’, fue como si se le hubiera acabado del mundo. Quedó paralizado. Yo le pregunté: ‘Doc, ¿me evisceré?’. Y él seguía paralizado pero finalmente él me dijo que no.

El soldado prendió la ambulancia, arrancó y con el único radio que quedó sirviendo informó de mi situación al batallón. Eso fue un colapso nacional porque jamás en la historia del Ejército habían herido a una oficial.

Cinco proyectiles en mi cuerpo

Yo empecé a pedirle al médico cosas para curarme pero el seguía muy nervioso, tomaba aire y me pasaba gazas y demás. Ahí fue que nos dimos cuenta de que los dos proyectiles no me habían atravesado, me rosaron y quedé como cuando usted con una cuchara arranca un pedazo de arequipe, así. Estaba lavada en sangre y sentía mucho dolor en la pierna; cuando me fijé en el pantalón, vi que tenía un huequito pequeño, claro, otro impacto y yo de inmediato pensé: fractura de fémur, osteomielitis, todas las complicaciones que se podían presentar. Ver la herida hizo que me doliera más. El médico rural, del susto que tenía, no fue capaz de canalizarme y yo sangrando y sangrando. Me acosté en el piso hasta que llegamos a un puesto de control y ahí vieron que yo no estaba impactada dos veces como se había dicho por radio sino tres; lo informaron y fue una noticia que conmocionó a todo el Estado Mayor de la Cuarta Brigada por el desenlace que podía tener.

Los soldados heridos, me preguntaban a cada rato: ‘Mi teniente, ¿cómo va?’. ‘Yo voy bien, frescos, yo voy bien. ¿Y ustedes?’: ‘Bien, mi teniente”. Bueno, si todos estamos tan bien, vámonos de rumba, jajajaja, vámonos de rumba pa’ Mangos, que era una disco de Medellín de esa época. Yo lo que trataba de hacer, era tranquilizarlos. Nunca perdí la conciencia.

Cuando íbamos en la ambulancia al hospital de Barbosa le hice prometer al médico que allá no me dejara hacer nada. Él me dijo que, por lo menos, me dejara canalizar. Dos horas después llegamos y me estaba esperando un montón de médicos, todos me querían ver, me sacaron de la ambulancia, eso fue un desorden completo y el médico que venía conmigo, trataba de no perderme de vista, de que no me hicieran nada, él ya estaba todo desgualetado y gritaba: ‘No la toquen, no la toquen… yo se lo prometí, no la toquen’. Recuerdo y me da risa.

Los médicos de allá se dieron cuenta de que yo tenía un cuarto impacto en el brazo porque me vieron el anillo de esta mano aplastado y tuvieron que cortarlo con un cortafrío. Eso fue lo único que me hicieron, y la canalizada.

“Les dije: ‘Es que no me voy a dejar hacer nada... yo vengo es a que me canalicen”.

Bajaron a los soldados y me subieron nuevamente a la ambulancia y el mismo soldado con el que venía de conductor arrancó hacia Medellín. Mi situación se volvió vox populi en muy poco tiempo y me comenzaron a llamar al único celular que me había quedado medio sirviendo. Me llamó una amiga y me dijo que me comunicara con mi mamá antes de que lo hiciera el mismo Ejército. La llamé, me contestó el esposo de ella y le dije: ‘Hubo un combate y tengo unos rayoncitos, pero no es grave, dígale a mi mamá que no es grave’.

Cuando llegamos al Hospital Pablo Tobón de Medellín y abrieron la puerta de la ambulancia, yo vi como medio cantón ahí esperándome. Solo veía verde, eso jamás se me va a olvidar, verde, verde por todo lado y, en la primera línea, los oficiales de sanidad, mis compañeros con los que trabajaba. Pronto se dieron cuenta de que yo tenía otro impacto en el muslo, la ojiva seguía dentro. Me hirieron, en total, cinco veces. Yo nunca dimensioné el impacto que eso iba a tener para la institución. Sabía que si me mataban o secuestraban era muy grave, pero no lo impactante que sería el hecho de estar herida.

“Yo nunca dimensioné el impacto que eso iba a tener para la institución”.

La oficial Elizabeth Vélez, permaneció quince días hospitalizada en Medellín. Además de los cinco impactos con proyectil, sufrió una fractura en el antebrazo y le realizaron tres cirugías reconstructivas. Meses después fue condecorada por el Ejército, pero jamás pudo volver al campo de batalla y rescatar a los soldados heridos, su gran pasión. Ni ella ni ninguna mujer militar hoy pueden estar en fuego cruzado. Elizabeth es actualmente teniente coronel activa del Ejército, orgánica del Dispensario Médico Oriente de la Dirección de Sanidad, Comando de Personal del Ejército.

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Cauca a 4 voces

El Cauca ha sido un escenario predilecto de la guerra en Colombia. Fue eje de la confrontación con la guerrilla de las FARC y por sus montañas han estado trazadas las rutas por las que circulan toneladas de coca y marihuana desde hace décadas.

William, Giovanny, Jhiver e Israel han estado en el Cauca en diferentes momentos en los últimos veinte años y los cuatro coinciden en que allí, a diferencia de cualquier otro lugar, la guerra es tan intensa que pareciera suceder en alta velocidad. Estas son sus voces.

Giovanny

 
El primer mes fueron cinco heridos, mutilados (…) En el Cauca la guerra es con minas (…) la guerrilla ni pelea de tu a tu. Ellos utilizan a las milicias y dan golpes certeros. Utilizan las minas y los pisa-suaves; por eso es diferente a la de Sumapaz
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William

 
En el Cauca la guerra es difícil por los francotiradores y porque nunca te dan la cara. Disparan acá y uno tiene que correr porque sabes que van a llover tatucos (…) Es complicado. Se vive la tensión constante (…) En el Cauca esperan a que usted haga cierto tipo de cosas, para ellos reaccionar. Es como un ajedrez. Ellos tienen gente en todas partes (…) Cauca te obliga a ser más creativo
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Jhiver

 
Usted empieza peleando en el Cauca con tres o cuatro (guerrilleros) y después llegan las motos y carros con más… tienen apoyo constante (…) Quitar otra vida es verraco. Cuando usted lo ve ahí tirado, uno dice… yo oraba: Dios mío, perdóname. Hubo un tiempo en que yo no dormía; yo gritaba mucho dormido. Dios mío, sea como sea, es un hermano colombiano
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Israel

 
Yo a Mondomo lo recuerdo mucho porque yo iba a jugar fútbol en los intercolegiados. Cuando volví de militar, quise ir a Mondomo, y vi mucha gente de esa época… 10 años después existía gente que yo había visto de niño. Vi a un señor, Belarmino Velazco, que era un auxiliador de un grupo… yo salí de niño con rencor porque casi me sacaron a patadas. Lo volví a ver, tuve ganas de saludarlo y decirle: aquí estoy, ¿se acuerda de mi o no? Pero no se me dio la oportunidad
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El hijo de Sánchez

“¿Sabes que es lo que más me quedó grabado en la memoria? Los gritos de Ricardo: ‘Mi drago, mi drago, no me deje. Me dieron, mi drago, no me deje’. Yo le decía que no se moviera, pero sabía que ya le habían dado. Me arrastré hacia donde él, me miró y me dijo: ‘No, ya no.’ Eso fue lo último. No lo volví a escuchar”. Era 2013, en Norcasia (Caquetá), y esta tarde Gerson Ramos completa cinco años con las palabras marcadas de su amigo en la memoria.

“A veces grito en las noches y salto de la cama. Cuando voy donde la psicóloga ella me sugiere que trate de olvidar, pero eso es imposible. Sánchez y la manera como lo mataron siempre van a estar conmigo”, dice Gerson, soldado profesional dado de baja por discapacidad. Porque no son solo las pesadillas. A raíz de lo ocurrido aquella madrugada, perdió la movilidad en una de sus piernas, tuvo fractura en las costillas, una desviación en la cadera y múltiples cicatrices por todo el cuerpo.

El relato de lo que pasó es un monumento a la supervivencia. Después de que Gerson vio morir a su amigo, hizo tres disparos con el fusil pero reconoce que fue un error. Debido a la estela de fuego que dejaron los proyectiles, los guerrilleros del Tercer Frente de las FARC, se dieron cuenta del lugar exacto dónde estaba. Comenzó una balacera sin tregua. Ruidos de explosiones, vibraciones de los disparos que corrían por la tierra donde Gerson estaba tendido. Trató de moverse hacia adelante pero lo detuvo el primer quemonazo, ¡Fuuun! Espalda. Luego el segundo: ¡Fuuun! Pierna. Intentó moverse nuevamente y se arrastró hasta una cuneta empinada. Enterró parte del fusil en forma de estaca para no rodarse y se desmayó.

Esa noche la luna estaba llena. Gerson despertó y recordó que en el bolsillo del pantalón tenía el celular. Lo prendió para llamar a su cabo, que estaba al otro lado de la montaña, se dio cuenta de que tenía señal, pero poca batería. Marcó tres dígitos y se le apagó. El pecho le ardía. Por momentos sentía el sonido de las hélices de un helicóptero. Podría ser el rescate. Sintió un rafagazo desde el cielo, pero nunca vio la aeronave.

Era la una de la mañana. Tenía miedo: “El helicóptero se fue y me quedé solo y con frío porque estaba alto en la cordillera. Yo dije: ‘Quiero ver qué me pasó’, porque llegó un momento en el que no sentía mi pierna… la apretaba y no la sentía. El resto del cuerpo me dolía. Cuando me mandé la mano al glúteo, noté una herida enorme, profunda. No sé por qué me metí los dedos –tal vez para ver qué tan hondo–. Me entraron tres y me volví a desmayar”. Gerson se ríe al contarlo, pero es una risa difícil. Las manos le sudan. El bastón lo tiene apoyado frente a él, en la mesa del comedor de su casa en Florencia (Caquetá).

Cuando se despertó seguía con los dedos dentro de la herida, trató de sacarlos pero la sangre parecía haberse secado con ellos dentro de la carne. Gritó y solo le salió un mugido. Sintió el frío, sintió el miedo, sintió el desamparo. Estaba petrificado.

Desde la cuneta alcanzó a ver una señora y pensó que era la campesina que días antes había saludado junto a la tropa. Levantó un poco más la cabeza y se dio cuenta de que llevaba un fusil en la espalda, era una guerrillera. Gerson se hizo el muerto: puso su fusil sobre el pecho y se untó de su propia sangre en la cara. El cuerpo le empezó a temblar y no sabía si era por el frío o por el miedo. Escuchó a la guerrillera: ‘Aquí está, aquí está’ y Gerson pensó en su hija de tres años, en su esposa que había conocido en el bachillerato, en su papá que le había enseñado a trabajar el campo; pensó en por qué mierda estaba en esa montaña. ¡Por qué Dios mío!
“Pero la señora no se refería a mí –dijo–. Había visto a Sánchez tirado donde yo lo dejé. Se le acercó, le levantó el tronco, le puso el fusil en el cuello, disparó y el tiro le destapó la cabeza. Mi Sánchez, mi Sánchez”. Gerson no es capaz de seguir con la historia... “Yo me volví a desmayar”. Trata de reírse. Otra vez surge la risa difícil y mira el suelo. El sonido de ese tiro aún le vibra por dentro, en el pecho. Es un ruido ensordecedor, sin proporción, que no se va.

Lo que sigue es el rescate. Sus compañeros cuentan que se salvó porque había quedado casi enterrado en la cuneta a la que llegó arrastrándose. Vinieron los refuerzos y lo evacuaron en un helicóptero. Esa fue su última salida al área de operaciones. Duró dos meses con asistencia médica; luego, trató de combinar trabajos de oficina dentro del batallón con los ejercicios físicos de terapia, pero una junta de médicos realizada en julio del año pasado, decidió darle de baja y hoy está a la espera de una indemnización.

Gerson vive en la capital del Caquetá con su familia y gran parte del día la dedica a pensar en Sánchez o, mejor, en el hijo de Sánchez. Pocos meses antes de su muerte, su amigo había tenido un hijo con una novia en Florencia. Esa fue su mayor preocupación el último mes –cuenta–. “Como yo era el único que mantenía cargado el celular, se lo prestaba y escuchaba sus conversaciones… la mamá a veces llamaba solo para que Sánchez consintiera al bebé por teléfono”.

Gerson dice que lo quiere encontrar y ofrecerse como papá sustituto. Durante las largas conversaciones que tenían mientras patrullaban, se enteró de que el soldado era el único sustento para su novia y el bebé. Hoy, calcula, el hijo de Sánchez debe tener casi cinco años. Hace pocos meses preguntó por algún dato de contacto en el archivo del batallón y lo único que consiguió fue el teléfono de una prima que no sabía nada. Le prometió, sin embargo, que de enterarse de algo, lo llamaría. “Sueño mucho con él… lo veo con el tiro en la cabeza y me dice: ‘Mi drago, ¿mi hijo?’. El sacerdote de mi parroquia dijo que ofreciera misas por su alma, pero eso no me ha servido. La última vez que lo vi en sueños fue hace dos meses y me preguntó: ‘¿Dónde está mi hijo?’. Yo necesito encontrarlo”. Es como si hoy todos los recuerdos de Gerson se resumieran en esa búsqueda. No se atreve a decirlo pero, tal vez, encontrándolo logre descansar. No olvidar, pero descansar.

“Uno se acostumbra al plomo, pero nunca al frío”

La increíble historia de Jesús Hernández, un soldado antioqueño que duró doce años combatiendo en el sur de Tolima. ¿Cómo es la guerra en uno de los lugares emblemáticos para la guerrilla en Colombia?

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“No sé qué voy a hacer sin el Ejército”

¿Cómo son los recuerdos de un soldado que ha pasado la mitad de su vida defendiendo al país en la selva del sur de Colombia?

Cortesía Alfonso Amézquita. Durante casi 20 años, Alfonso ha operado como soldado profesional en los batallones del sur de Colombia.

Alfonso Amézquita habla de lugares difíciles de ubicar en un mapa. Menciona caños y resguardos del Guaviare con propiedad, pero a la vez con nostalgia porque sabe que no volverá. La selva es su vida y ahora que está a pocos meses de pensionarse como soldado profesional, recuerda todo como una película que quisiera repetir.

“Antier me tocó soltar el arma para venir a esta entrevista –dijo–, pero no veo la hora de volver a la selva”. De frente, Alfonso no parece la persona que dicen que es. Su contextura es como la de un pescador: fibroso, delgado y con la piel ajada por el sol. Ni sus brazos ni sus piernas parecen las de un ametrallador del Ejército que ha pasado casi dos décadas combatiendo en el sur de Colombia.

Son pocos los soldados que deciden completar toda su carrera militar monte adentro. Para muchos la selva es sinónimo de enfermedades, sacrificio, aislamiento y muerte, para Alfonso, no es más que un hogar. “No conozco a nadie que haya durado 19 años como soldado en la selva”, afirma con cierto aire de orgullo. En sus recuerdos no solo están los encuentros con la muerte, el enemigo y la espesura de lugares exóticos sino la lealtad por un uniforme y el honor del deber cumplido.

Centro Nacional de Memoria Histórica: Por poco se tiene que cancelar esta conversación, ¿dónde estaba que le costó tanto llegar?
Alfonso Amézquita: en el Guaviare, corregimiento de El Capricho. Allá hay una zona veredal que se llama Colinas. Allá estoy desde noviembre de 2016.

CNMH: ¿Cómo logró salir de donde estaba para llegar hasta acá?
A. A.: Llegué anoche a Villavicencio como a las diez, pero pensé que no lo iba a lograr. No es sencillo salir de la zona. Nunca lo ha sido.

CNMH: ¿Qué le toca hacer?
A. A.: Seguridad perimétrica a la zona veredal. El Ejército es el encargado de cuidar a los ex guerrilleros de las FARC.

CNMH: ¿Qué tan metida en la selva está esa zona?
A. A.: Muy metida. Por eso casi no salgo de allá. De milagro estamos acá, conversando. Mire: fueron dos horas por carretera destapada hasta San José del Guaviare y luego siete horas más hasta Villavicencio, porque el río se comió un pedazo de la carretera.

CNMH: Pero eso de estar tan adentro de la selva no debe ser extraño para usted…
A. A.: No, no lo es. Yo llevo 18 años y medio en la selva. Nunca he querido pedir traslado o la baja (el retiro). Y de esos casi 19 años, 16 han sido en la selva, selva. Es decir, antes de 2002, los combates con la guerrilla eran en las veredas apartadas o en pueblos como Acacías (Meta) –a mí me tocaron varios combates allá–; pero después de ese año hubo mucha presión hacia ellos y les tocó meterse monte adentro. Esa sí que fue la guerra dura.

CNMH: ¿Por qué? ¿Qué quiere decir usted con “guerra dura”?
A. A.: Imagínese esto, meterse a la selva es abrir trocha y monte a punta de peinilla y hacha pensando dónde está el enemigo, pensando que en cualquier momento lo pueden matar o caer en una mina. Guerra dura por las condiciones mismas de la selva, porque no siempre puede llegar el helicóptero con el abastecimiento, porque es más fácil enfermarse, porque no hay señal de celular, porque la mayor parte del tiempo estás húmedo.

CNMH: ¿Cuál ha sido la zona más dura donde le ha tocado combatir?
A. A.: La más dura fue la Zona de Despeje o El Caguán. No lo digo yo únicamente, eso se lo puede decir cualquier soldado que le haya tocado combatir allá. Es que imagínese, toda esa zona del Meta y Caquetá era de la guerrilla, era la casa de ellos y en 2002 nos dicen los superiores: “Vayan y recuperen la zona”. Eso era como metérmele a su casa para pegarle o matarlo. Ellos conocían cada camino, cada montaña y cada potrero como la palma de su mano. Yo entré allá a finales de 2002 pero en total entramos 25 unidades. Duré cinco meses. Vea, era tan duro que, sin mentirle, cada tres días había combate para todo el mundo. Nunca vi tanto muerto en mi vida.

CNMH: ¿Alguna vez sintió miedo?
A. A.: Yo no me las voy a dar de macho, pero le puedo asegurar que nunca he sentido miedo, ni en la Zona de Despeje ni en ningún otro lado.

CNMH: El Caguán fue la zona más dura, pero ¿cuál ha sido el combate donde usted se ha sentido más cerca de la muerte?
A. A.: Mi combate más fuerte fue por acá, en El Meta, en Puerto Rico, en plena selva. Todo comenzó a las cinco cuarenta de la mañana y duró como dos horas. Éramos 30 militares contra 292 guerrilleros y tan solo a quince metros de distancia, pero llenos de arbustos muy espesos… yo sé que es difícil de creer pero ese combate es famoso porque no nos mataron a ninguno de nuestros hombres y solo nos hirieron a 18 manes. Ellos perdieron 40.

La estrategia de ellos era repartirse en el terreno de tal forma que un grupo más alejado gritaba: “Los copamos, entréguense”; pero lo hacen para atacarnos por otro lado y darnos a entender que eran demasiados. Ellos estaban acostados allá, a 15 metros de nosotros y nos lanzaban granadas y disparaban. Recuerdo que ese día yo combatí arrodillado y les gritaba a mis compañeros: “Disparen, disparen, no dejen de disparar”. Yo siempre he sido el ametrallador y como me veían ahí firme sin rendirme, ellos seguían y no se movían. Ninguno salió a correr. Todo paró cuando escuchamos al comandante de ellos decir: “Hagamos la retirada porque se nos está acabando la munición”.

CNMH: Usted tiene razón, es difícil de creer que no haya muerto ni un soldado o que a usted no le haya pasado absolutamente nada.
A. A.: Yo siento que el arma me protege, mi ametralladora nunca me ha dejado tirado y el poder del fuego también es determinante en un combate.

CNMH: Varios compañeros suyos me contaron que usted está rezado y que por eso no le ha pasado nada en casi 20 años como soldado en la selva.
A. A.: (Risas). Eso es mentira. Mi único agüero es ponerme el buso al revés. Siempre, desde que entré al Ejército, me lo pongo al revés. Además, yo ando mucho con mi Dios, mi papá y mi hermano. A mí me ayudan mis familiares muertos porque me avisan antes de darme plomo. Yo sí siento que hay alguien supremo que existe o cómo me explica usted que ese día en Puerto Rico no me haya pasado nada.

Cortesía Alfonso Amézquita. Durante casi todos sus años en el Ejército, Alfonso ha sido el encargado de manejar la metralleta.

CNMH: ¿Cuándo murieron su papá y su hermano?
A. A.: A mi papá lo mató la guerrilla en la selva cuando yo tenía 13 años de edad; a mi hermano también, pero yo no guardo ningún sentimiento de venganza por eso. ¿Que si me gustaría que estuvieran vivos? Claro, pero ya no están y eso lo entendí desde muy joven. Los recuerdo con amor y sé que me protegen, pero no más, no me pongo sentimental con eso.

CNMH: Hábleme un poco de su familia, ¿su mamá está viva? ¿Tiene hijos y esposa?
A. A.: Mi mamá está viva y tiene 80 años. Soy separado y tengo un hijo de 10 años que vive en Medellín.

CNMH: Da la sensación de que la guerra lo ha hecho un hombre solitario.
A. A.: Yo soy muy aislado. Yo me crie solo y en la selva del Guaviare. Sencillamente es mi forma de ser. Soy concentrado en mi trabajo y lo hago lo mejor que puedo. Eso no significa que yo sea egoísta y mala clase. Durante todos estos años siempre he enseñado lo que yo sé a mis compañeros.

CNMH: ¿La guerra le ha arrebatado amigos soldados?
A. A.: Me mataron un amigo, pero debo reconocer que no soy el hombre más compasivo. Me dio tristeza sobre todo por su familia, pero he aprendido a ser fuerte, la vida sigue. Soy consciente de que la muerte nos ronda todos los días y que mañana puedo morir yo, pero ¿quiere que le diga algo? Moriría contento porque he hecho mi trabajo de manera correcta.

CNMH: ¿Qué le deja la guerra después de enfrentarla, cara a cara, durante 19 años?
A. A.: Me ha dejado la naturaleza, conocer partes de Colombia que la mayoría de los colombianos no conoce. Aprendí a querer las plantas y a los animales. Ellos son el 80 por ciento de la vida militar, son tu comida, tu agua, tu cama, tu protección. La naturaleza lo es todo para un soldado.

CNMH: ¿Y qué le deja la vida militar?
A. A.: Toda mi juventud la gasté allá y no me arrepiento. Me cambió la vida económicamente porque pude hacer mi casa y nunca me ha faltado nada. Me dejó la disciplina, el honor por defender a mí país y el respeto. Me siento bien con mi país porque sé que aporté mi grano de arena por terminar el conflicto armado. Siento que lo di todo. Me voy contento porque fui correcto como soldado.

CNMH: ¿Se siente orgulloso de haber estado casi dos décadas en la selva como soldado profesional?
A. A.: La gente habla por uno y sabe lo que yo he sido para el Ejército. Mi orgullo es haber estado en un cuadro de honor durante seis meses en la brigada de la selva. Yo fui el mejor y eso me llena el corazón. Para mí, eso vale más que las ocho medallas que tengo en mi casa.

CNMH: ¿Qué es lo que más va a extrañar una vez se pensione en unos meses?
A. A.: Los ríos en la selva. Yo nací en San José del Guaviare. Pero me criaron en un caño que se llama Caño Araguato, allá vi por primera vez a la guerrilla, en plena selva y ¿sabe? Conozco casi todo el Meta y todo el Guaviare, pero nunca volví a ese lugar. Allá me criaron hasta los 7 años y quiero volver. Quiero ver qué pasó con mi casa.

CNMH: ¿Qué va a pasar con usted después de enero cuando se pensione?
A. A.: Ni idea. (Risas).

CNMH: Será una nueva vida fuera de la selva y sin armas.
A. A.: Eso es lo que he venido pensando estos últimos meses allá en la selva, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer con mi vida? Algo se me ocurrirá, pero en este momento le digo, no sé qué voy a hacer sin la selva y sin el Ejército. Esta es mi vida.

¿Cuáles son los sueños y anhelos de los soldados?

Aunque los soldados con los que hablamos expresaron cariño y gratitud por el Ejército, también nos contaron los sueños y anhelos que tienen después de que se retiren o los sueños que dejaron en el tintero cuando entraron a formarse como soldados profesionales.

Alexander, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“Ya pensionado me gustaría montar un taller o hacer mantenimiento de cuartos fríos y todo lo que sea de electricidad y seguir sobreviviendo de esa manera”.

Alfonso, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“A mí me gusta mucho la vida militar, pero lo que más me hubiera gustado en la vida es haber sido profesor de historia o de geografía”.

Juan David, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“Si pudiera devolver la película me volvería a meter a esto, mi frustración fue no haber terminado el curso de gran altura dentro de las Fuerzas Especiales”.

Diego, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“A mí me gusta lo de la finca raíz, tengo una casita y quisiera comprar otra y disfrutar con la familia”.

José Luis, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“Yo sueño con estar en los momentos cotidianos, las navidades o ir a recoger a mis hijos del colegio”.

William, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“Hoy en día estudio inglés y me gustaría dedicarme a eso de los idiomas”.

Efraín, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“A mí me gustaría ser profesor de filosofía o de matemáticas en una escuela”.

Fanor, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“Yo jugué en las menores del América, si no hubiera sido soldado me hubiera gustado ser futbolista”.

Ancelmo, soldado profesional, Fuerzas Especiales.

“A mí me gustaría estar presente en las fechas especiales, el cumpleaños de la niña, esas cosas”.

Los dos amores de Kirbane

Kirbane Serna jamás ha abandonado su cámara. Cuando era adolescente, recorrió medio país en moto para hacer retratos en fiestas, parques y matrimonios. Cuando entró al Ejército, se convirtió en el fotógrafo preferido de la tropa.

La investigación, realización y publicación de este especial multimedia DETRÁS DEL UNIFORME es una producción periodística del Centro Nacional de Memoria Histórica con el apoyo y la financiación de la Embajada de Suiza - Corporación Opción Legal.