25 de Mayo, Día Nacional de la dignificación a las Víctimas de Violencia Sexual en el marco del Conflicto Armado Interno
La violencia sexual no es instaurada en la guerra, pero si se ha constituido como un engranaje más de la misma, se encuentra anclada a un orden social patriarcal que continúa situando a las mujeres en posiciones de subordinación y vulnerabilidad.
La memoria sobre la violencia sexual es un acto dignificante y resistente al silencio, una interpelación social acerca de las condiciones que han posibilitado que las violencias cotidianas y previas a la guerra persistan, la forma en que los actores armados imprimen diversos mensajes sobre los cuerpos de las mujeres mediante la violencia sexual, y la necesidad urgente de generar condiciones estructurales de transformación social que dé prioridad a la vida digna de las mujeres, como garantía de repetición.
En el marco del Día de la Dignificación de las Víctimas de Violencia Sexual, el CNMH pone a disposición el presente especial web.
Y vino un ángel a salvarme la vida
La muñeca se llama Liliana, como su dueña, quien cuenta que la tocaya se le apareció un día, la cabeza asomándole de entre una bolsa negra, abandonada en el baño de un centro médico. La prolongada espera le brindó a Liliana el tiempo suficiente para aguardar a que alguien viniera a buscar la bolsa, pero como pasó más de una hora y nadie vino, ella decidió que esa sería su muñeca, la que nunca tuvo en la infancia.
Vengo a contarles a ustedes el caso que sucedió, que en una montaña oscura la guerrilla sepultó a una niña llamada Marina.
Los niños y niñas son testigos mudos de la violencia sexual. Al ser las mujeres las principales cuidadoras, la violencia sexual que se ejerce sobre ellas es presenciada por ellos: allí se abre una brecha de silencios.
Mapa del cuerpo: Liliana, Antioquia.
Liliana tejió cada uno de sus cabellos negros. Su falda verde es el reflejo de una infancia dolorosa, el vestido que le hubiera gustado tener de niña. Su mapa corporal refleja algo que nunca tuvo, una huella más de esa infancia que extraña. Liliana tejió una cicatriz de lentejuelas, una de las marcas en su cuerpo consecuencia del sometimiento que vivió por varios meses por parte de los actor es armados.
Los abusos de Darío, el mayor de todos sus hermanos, comenzaron cuando Liliana tenía siete años. Desde entonces, muchas veces abrió los ojos y lo encontró prendido de su pecho, succionando lo que llegaría a convertirse en su pezón. Al comienzo, Liliana se imaginaba que eso era el cariño de un pariente. Aunque era raro que Darío lo hiciera siempre a escondidas, sólo con ella. O ¿sería igual para las otras? No se hablaba de esas cosas en la casa. La vida era callada a inicios de los años setenta en Ituango, Antioquia. Y más callada todavía en la vereda donde vivía Liliana, donde había nacido y donde vivía junto a su familia: el padre, hombre correcto pero distante, al que se debía respeto, al que no podía importunarse nunca con asuntos cotidianos; la madre, que les ponía a ella y sus hermanas pantaloncitos largos debajo de los vestidos, que Liliana recuerda como el escudo que tantas veces la protegió en medio de batallas que no se sabía librando; los hermanos y hermanas, dieciséis en total, incluida la hermanita que murió recién nacida y fue enterrada en una de las laderas.
La niña relató a su madre lo que ocurría, lo que el hermano le hacía por las noches, pero no había terminado de hablar cuando una bofetada le reventó la boca: –Dejá de hablar de tu hermano, que eso no se hace.
Presuntos responsables de hechos de violencia sexual en el conflicto armado.
Las cifras corresponden a la violencia sexual cometida en el marco del conflicto armado entre 1986 y 2016, desagregadas por actor armado.–Amá, ¿qué es lo que una tiene que hacer pa’ no valer nada cuando se casa? – preguntó Liliana poco después de casarse. La frase recurrente del marido “tú no vales nada” dolía más que sus golpes y le resultaba más indescifrable. Ella pensaba que, tal vez, era por las cosas que su hermano le había hecho, que era eso lo que le restaba valor. Pero, entonces, su esposo estaba equivocado, porque –lo había aprendido después de casarse– Darío no le había hecho todo lo que habría podido. Si era eso, ella podría defenderse, alegar que las otras cosas no habían pasado nunca, y que, entonces, ella sí valía.
"Ella no vale nada”, dijo el esposo a sus amigos. Fue al tercer día de matrimonio, cuando la suegra regresó a Santa Rita, con la procesión de nietos detrás. Sólo quedaron en la casa Liliana, José Antonio y una niña pequeña. Nuevamente la casa se llenó de hombres. “Ella no vale nada, ahí la tienen pa’ cuando quieran”. Y quisieron al poco tiempo. La barriga de Liliana llevaba seis meses albergando a su primer bebé cuando el esposo la llevó a vivir a otra parte, un rancho escondido entre las montañas. Cuatro de sus compinches le acompañaban esa noche; eran cuatro hermanos, que habitan desde entonces las pesadillas de Liliana: Donaldo, Reynel, Gildardo e Ignacio. Ignacio era el jefe. “Atiéndelos”, le ordenó a Liliana su marido. Y no hablaba sólo de lavar o cocinar. Ella no recuerda si fue esa noche, o las que vinieron, cuando le amarraron cada pie a un bejuco distinto. No recuerda si fue esa vez, o una de las tantas otras, cuando le clavaron alfileres en las uñas. ¿Fue esa noche cuando le echaron alcohol en el vello púbico y le prendieron fuego?
José Antonio, el esposo de Liliana, y sus compañeros, eran integrantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN). A la par que hacía trabajos como jornalero en las fincas vecinas, José Antonio se desempeñaba como carrito dentro de esa guerrilla, mientras que los demás estaban totalmente en el monte.
Aunque ninguno lo reconoce, todos los actores armados han usado la violencia sexual, con diferentes objetivos y con variaciones históricas y regionales, en tanto han existido unas condiciones de posibilidad previas: un contexto patriarcal que legitima y/o silencia la violencia sexual.
En la imagen: Mapa del Cuerpo, Ilda, Antioquia.
Ilda en su mapa representó la cruel violencia que sus victimarios ejercieron sobre su cuerpo: su cabeza tapada, su larga cabellera cortada y sus manos y pies atados; dibujó las piedras con las que su cuerpo fue golpeado y con ello despojado de su humanidad. Ilda escribe su historia para conjurar sus miedos y su dolor, sobre todo, escribe su historia para que no se olvide y esto no se vuelva a repetir.
–Si Liliana me deshoja todo ese maíz en la troja, yo le doy el vestido –dijo Darío, mientras tomaba su plato de sopa, de pie, en la cocina. Era el vestido para la primera comunión. Liliana había añorado ese día desde que supo que existía. Veía en él una carta de redención: podría confesarse, contarle todo al sacerdote y recibir la absolución por los pecados que, si bien no había cometido, sentía como propios. Porque así de injusta es la distribución de la vergüenza y de la culpa. Cuando soñaba con su primera comunión, se veía con las manos juntas, a la altura del pecho, envuelta toda en un manto largo y blanco. El sueño se había estrellado con la realidad cuando el padre dijo que no tenían dinero para eso, pero el día que Darío tomaba la sopa en la cocina, la esperanza floreció de nuevo para Liliana: venía en forma de maíz deshojado. Cegada por la ilusión de caminar hacia el altar vestida como la Virgen María, la niña aceptó el trato.
–Ay, Liliana, como se ve de linda con ese vestido
–le dijo burlón, Darío, llegado el día.
Ella le devolvió una mala mirada, que pagó con el regaño de la madre:
–Desagradecida, ¿no ve que su hermano le regaló el vestido?
Liliana hubiera querido responderle, aclarar que Darío no le había regalado nada, que ella se lo había ganado, que aquella vez los demás habían regresado temprano a la casa pero ella se había quedado para terminar el trabajo, que Darío se había escondido para no volver con ellos y la había agarrado por la espalda una vez se alejaron; que hubo forcejeo, él tratando de arrancarle la ropa y ella resistiéndose, que estaba prácticamente desnuda cuando un señor que pasaba respondió a sus gritos: “¡Qué le está haciendo a la niña!”, y que Darío la soltó y salió corriendo. Que sólo quedó ella para contestar: “Nada, nada, es que estábamos peleando”, mientras se vestía, levantaba el butaco del piso y volvía al maíz. Que le había dado la medianoche deshojado esos tres bultos. Todo eso hubiera querido responderle Liliana a su madre, pero se calló. Y siguió pasando el tiempo.
No sólo los grupos al margen de la ley violan (...) de día la vida normal pasaba, jugaba con mis muñecas...
La articulación de las violencias: las violencias de género del conflicto armado se han entroncado con las violencias que las mujeres han sufrido en sus familias previamente, lo que ahonda las afectaciones. Se trata del profundo desamparo de las mujeres
En la imagen: Mapa del Cuerpo, María, Tolima.
María simplemente está en un sueño, sobre una nube. Soñar es la posibilidad de vislumbrar una vida sin dolor, la posibilidad de un país en donde el cuerpo de las mujeres no sea más un territorio en disputa.
No recuerda tampoco cómo se hizo a la idea, tal vez fuera la Santísima Trinidad que la iluminó, pero recuerda que un día le dijo al padre, convencida:
–Apá, yo quiero estudiar.
–Vaya hágame un tinto y mañana voy al pueblo y miro pa’ que estudie –le respondió el padre. Liliana recuerda ese como un día feliz. La admitieron en segundo grado. A los dos meses la ascendieron a tercero y ese mismo año alcanzó a terminar cuarto de primaria. Pero un año de estudio pareció suficiente a su familia y no le dejaron regresar al siguiente, así que la vida continuó como Liliana la conocía: a la sombra del hermano abusador. Solía irse para una cañada, a llorar. Se arrodillaba y le imploraba a la Virgen que se le apareciera y la salvara.
Estando aún en dieta de la niña, Liliana volvió a quedar en embarazo. Ella sabe que, esta vez, el feto en su vientre era de Ignacio, el que mandaba sobre los demás, pues desde que Liliana regresó a él le había dado por enviar a los otros al monte y quedarse todo el día en la casa. –A mí las manos que se me van quedar marcadas toda la vida no son tanto las de mi esposo, sino las de ese Ignacio –afirma Liliana. A veces, cuando estaban solos, Ignacio se ponía cariñoso.
–Me decía que me amaba –recuerda Liliana–, pero yo ahí mismo le contestaba que cuál amor, que entonces por qué me hacía tantas maldades, ¿por qué me quemaba los vellos?, ¿por qué me metía esos tabacos de madera y me dejaba tan adolorida? Parecía que ellos no quisieran que mis bebés sobrevivieran.
El rostro apesadumbrado de Liliana, mientras lo dice, delata su certeza de que en esa frase sobra el “parecía”. Le hacían tantas cosas buscando, justamente, que sus bebés no llegaran a nacer. –A veces, luego de las golpizas, el niño se ponía a llorar dentro de mi barriga. Una vez mi esposo lo escuchó y se asustó. Por esos días vino el señor obispo a La Granja y yo supliqué para que me dejaran ir.
Me confesé: le conté al padre que el bebé lloraba así, antes de nacer. De lo que esos hombres me hacían no le dije nada: me daba miedo que me fuera a excomulgar –recuerda Liliana.
Las personas víctimas de violencia sexual han resistido al acto deshumanizante, mediante el cual se les situó en el lugar de objetos de transacción, de castigo, de objetos prescindibles. La memoria devuelve la humanidad, reestablece su rostro.
A medida que pasaba el tiempo, las cosas empeoraban. Un día se apareció por el rancho el padre de Liliana, cuando ella estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo, justo a tiempo. El hombre la vio tan demacrada, al punto del desmayo, que decidió llevársela para el pueblo. El esposo –los otros guerrilleros nunca se dejaban ver de visitantes– intentó oponerse, pero el padre se enojó: “¡A esta muchacha hay que sacarla ya a que la vea un médico!”. Liliana desvariaba:
– Apá, mirá ese gato que me quiere morder – repetía, con los ojos en ninguna parte. Al menos eso le contó luego el padre, porque ella no lo recuerda.
– ¡Se me murió mi muchacha! –fue lo último que Liliana le escuchó decir, antes de quedar inconsciente. De nuevo en la finca del padre, nació el segundo hijo, un niño. De nuevo, quince días después de parir, ella tuvo que regresar junto al marido, llevando consigo a su niña mayor y al bebé recién nacido.
Había caído del todo la noche cuando el niño dejó de respirar. La niña dormía. Liliana salió del rancho y gritó muchas veces: “¡El niño, el niño se me murió!”. Nadie. Nada. Entonces regresó adentro y con la calma taciturna de quien ya no tiene qué esperar, hirvió unos gajos del naranjo, cogió entre sus brazos el cuerpo del niño y lo bañó. Ya sobre la mesa, envuelto en pañales, a manera de vestido, pensó que el niño parecía un ángel. Salió de nuevo y recogió unos cartones del suelo, en los que dibujó dos alas. Las recortó y las forró también con telas de pañal. Acomodó a su ángel sobre las alas, encendió dos velas y se estuvo ahí, mirándolo, hasta que amaneció. –A veces estoy sola en la cocina de mi casa y me remuerdo tanto: ¡tener ahora toda esta comida y mi niño haberse muerto de hambre! –dice, entre lágrimas.
Estaba en las calles de Medellín, luego de escapar de los hombres del monte, entre ellos su marido, sin saber aún que las violaciones que siguieron al entierro de aquel ángel perdido la habían preñado nuevamente.
Darío, casado, con dos hijos pequeños y un tercero en camino, continuaba en la casa del padre, la misma casa de la que Liliana habría salido corriendo tan pronto se dio cuenta de que el hermano seguía en su cama, de no ser porque acababa de parir y estaba demasiado agotada para levantarse.
Aunque se esperaba que fuera después, Liliana parió, como la Virgen, un 25 de diciembre. Su hija mayor, sin quererlo, había adelantado la llegada del bebé, con el reclamo que desgarró el corazón de Liliana: con el gesto de quien expresa una verdad simple y dolorosa, sin apasionamiento, sin lágrimas, con una tristeza llana y pura, le había dicho la noche anterior: “Ay, mamá, tan bueno pa’ ellos que el Niño Dios sí les vino, en cambio nosotras no tenemos ni papá ni Niño Dios”.
“Somos mujeres, así son las cosas”, podría haber sentenciado doña Ruth, la madre de Liliana, porque, en efecto, así fueron para ella, y para su abuela, y para todas las mujeres que alcanzaba a recordar. Los mundos posibles se abren paso en la imaginación a marcha lenta, cada generación haciendo lo que puede, encaramándose en el paso, a veces invisible, que logró su antecesora. Tal vez no era Ruth, entre sus coetáneas, la llamada a avanzar; tal vez lo hizo de maneras que no se pueden ver. Liliana no lo vio nunca durante su juventud, ningún esbozo de empatía, ninguna muestra de estar de su lado. –Amá, no me mande para allá –le suplicó, en vano, muchas veces.
Toc! toc! Hola. ¿Estás ahí? Qué ves cuando me miras?
Las víctimas de violencia sexual sufren en silencio, la lectura social de la violencia sexual que justifica al victimario y culpa a la víctima se traducen en estigmatización como una segunda victimización.
En la imagen: mapa del cuerpo, Lulú, Antioquia.
La estigmatización sobre las mujeres víctimas de violencia sexual ha significado el ocultamiento y silenciamiento de las violencias que se ejercen sobre ellas, socialmente se considera menos grave la violencia a algunos cuerpos. Mediante los colores y los símbolos, Lulú afirma que nada justifica la violencia sexual.
–Los últimos cinco años de su vida mi mamá vivió conmigo. Tenía casi ochenta años y nadie más quiso recibirla. Yo sé que mi Dios la trajo al final a mi casa para que yo le enseñara muchas reflexiones de la vida –afirma Liliana, tras contar que, en diciembre de 2016, su madre falleció.
Un marido, dieciséis hijos y una casa que sostener se llevaron la juventud y la adultez de Ruth. Nunca hubo tiempo para mucho más que parir, y limpiar y castigar. Era brava y todo el mundo en la vereda la trataba con un respeto bastante parecido al miedo. Ningún marrano que hubiera osado probar una de sus matas de maíz salió nunca con vida; envenenaba animales, rajaba leña y, si se le contradecía, asentaba golpes con toda la fuerza que el trabajo del campo había esculpido en su cuerpo.
–Entonces regresé a Medellín y en 1995 conocí al que hoy en día es mi esposo. Empezamos a charlar, yo con mucho miedo, pasaron como dos años, él me colaboraba sin interés, pero me iba a tocar o abrazar y eso yo pegaba un berrido que ni pa’ qué lo cuento, y yo le decía: ‘A mí no me gusta que me toquen, no me gustan los hombres’. Él, a veces, entendía mal, entendía que a mí me gustaban las otras mujeres. El caso fue que empezamos a ayudarnos mutuamente y empezamos a salir, sin derecho a nada: como hermanos. Yo lo quiero a él como un hermanito. Nosotros tenemos intimidades, pero... no, cómo le digo yo, es un amor distinto. Él es una persona que no me trata mal, trata bien a los niños. Imagínese que en el proceso, él trabajando, yo trabajando, compramos un lotecito en San Javier - La Quiebra, en Medellín, y ahí nos fuimos a vivir en el 99.
Pero ya en el barrio nuevo pasábamos era en medio de la balacera, que mataban a uno, que mataban al otro. Yo estaba embarazada otra vez, ya como resignada a vivir en esa situación, siempre.
Otra vez tenían una muchacha amarrada a un palo de mango, que porque se ponía minifaldas. Y ella gritaba ‘¡auxilio, auxilio!’, y esos hombres haciéndole de todo. Le metían el revolver en la boca. Yo pensaba en las cosas parecidas que me habían pasado, y me pegaba a la Santísima Trinidad.
Las niñas, adolescentes y mujeres de distintas edades, etnias, y roles han sido víctimas de violencia sexual.
En la imagen: El cuerpo como territorio. Mural construido en el municipio de Chigorodó (Antioquia) por mujeres embera, en taller de validación del Informe “La guerra inscrita en el cuerpo. Informe nacional de violencia sexual en el conflicto armado
–El niño menor ya tiene catorce años y está en séptimo, es un amor ese culicagado, todo cariñosito, cuando me ve triste me consuela. El otro niño tiene veintisiete, él es un amor también, no es violento. Quería estudiar pa’ sicólogo, pero no pudo, prestó servicio militar y ahora está estudiando, yo no sé cómo se llama eso, como de empresas, ya ahorita empieza las prácticas. La hija sí me salió loquita, igualita al papá. Ya tiene tres niños. Se fue pa’ Bogotá con un muchacho de aquí de Medellín, pero ya se devolvió. Es muy bruta pa’ castigar, salió al papá que todo son golpes, y también en lo físico. Idénticos. Una niña se la quitó un tiempo Bienestar Familiar, y yo peleé mucho porque la devolvieran, porque esa es la única nietecita que tengo.
Aunque muchos años después, cuando volvió al cementerio de Ituango a enterrar al padre, ya no encontró rastros de la tumba del niño, aquella vez Liliana logró llegar al pueblo y sepultar a su hijo en tierra santa. Luego, dice ella, el niño les hizo el milagro:
–Pese a todo lo que pasó, ese niño quiso nacer. Venía a salvarme la vida. Porque después de todo esto, yo ya estoy, por fin, a salvo –concluye Liliana.
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El Centro Nacional de Memoria Histórica, en respuesta a la ley 1719 de 2014, desarrolló entre 2014 y 2018 un proceso de memoria que desembocó en el informe de memoria histórica “La guerra inscrita en el cuerpo: Informe Nacional de Violencia Sexual del Conflicto Armado”, la exposición “Cuerpos que persisten: huellas y testimonios de las mujeres víctimas de la violencia sexual en la guerra” y el libro “Expropiar el cuerpo: seis historias sobre violencia sexual en el conflicto armado”.
Las violencias sexuales son acciones racionales, mediadas por la capacidad y voluntad de someter a otra persona que se encuentra en estado de vulnerabilidad, para reducir su capacidad de decidir y tener autonomía sobre su propio cuerpo y sus derechos sexuales y reproductivos.
“Y vino un ángel a salvarme la vida” es una de las seis crónicas que componen el libro “Expropiar el cuerpo”, historia a través de la cual es posible hilar los mensajes principales resultantes del proceso de memoria del Informe Nacional de Violencia Sexual: cómo emerge la violencia sexual que ha ocurrido en el marco del conflicto armado colombiano, cuál es su relación con las violencias cotidianas de muchas mujeres, cuáles han sido las condiciones que han posibilitado su ocurrencia, quiénes han sido sus responsables, quiénes sus víctimas y cuáles han sido sus efectos.