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para entender la guerra en Colombia tal vez haya que hacer un viaje por aquellos lugares que han resistido a través de la memoria. Esta es una primera entrega con 10 memoriales en lugares azotados por la violencia.

El muro

Hace tres años, en un encuentro regional de iniciativas de memoria en el Caribe, un grupo de víctimas provenientes de diferentes departamentos decidió pintar un mural en la fachada de la Institución Educativa Nuestra Señora del Carmen, antiguo colegio departamental. Querían dejar testimonio de lo que son, de sus vidas, de la supervivencia. La noche que lo terminaron prendieron velas e hicieron una ceremonia.

El muro se preserva y es el único lugar público de memoria en Cartagena. No hay una escultura al campesino desplazado de Mampuján, o una placa que recuerde a las personas torturadas en El Guamo, o un jardín en un parque central por las mujeres violentadas en Carmen de Bolívar. Nada.

Solo hay un muro al oriente de la ciudad que podría convertirse en un antídoto contra el olvido en el Caribe. Es una iniciativa valiosa para las víctimas que lo pintaron pero que, al parecer, Cartagena entera ignora.

El tamarindo

Llegué a Las Brisas, Bolívar, buscando un “kiosko de la memoria” y me encontre con un tamarindo: alto, frondoso, verde, solitario. El tronco tiene una grieta que parece una cicatriz negrusca, “Es nuestro testigo mudo“ dice Luis Mercado, apoyando el brazo sobre la cicatriz. Luis es uno de los pocos campesinos que decidió retornar al lugar donde hace quince años (11 de marzo de 2000) asesinaron –bajo la sombra del tamarindo– a 12 personas (cinco eran familiares suyos).

Semanas después de la masacre y del desplazamiento masivo de los habitantes de la zona (Mampuján) el árbol comenzó a marchitarse. Se le cayeron las hojas y la grieta comenzó a cubrir casi la totalidad del tronco. Desde una de sus ramas habían colgado y torturado a Rafael Mercado, hermano de Luis.

Entonces, ¿por qué no talarlo? “Porque es nuestro único testigo y porque cuando comenzamos a retornar, el tamarindo de dio cuenta de eso y empezó a retoñar. Mire esas ramas. Él es una muestra de que las cosas están cambiando”. Esa misma tarde, Luis se propuso sembrar un jardín alrededor del tamarindo.

Quince cuadros y un mulo

De entrada, el memorial es difícil de digerir: un comandante paramilitar le propone a un pueblo masacrado regalarle una escultura que simbolice el perdón y la reconciliación. La comunidad de víctimas acepta, diseña la escultura y decide ubicarla en un lugar visible del pueblo.

Y ahí está, en pleno parque Olaya Herrera en San Juan Nepomuceno (Bolívar): un campesino en un mulo joven cargado con ñame, sombrero vueltiao, abarcas tres puntadas, mochila de fique y calabazo. En la base de la escultura están los nombres de las doce personas asesinadas en Las Brisas (vereda de San Juan) el once de marzo de 2000. Y al lado, una frase propuesta por Edward Cobo Téllez, alias Diego Vecino, el comandante paramilitar: “Eterna la memoria, sagrada la vida, divino el perdón”.

Hay que hablar con Rafael Posso, uno de los familiares de las víctimas, para entender esta escultura a la reconciliación. “Sé que el mulo es conflictivo pero nosotros, en el pueblo, decidimos creerle a Cobo Téllez. Es una medida de reparación simbólica y él propuso la escultura. Yo hice un boceto del animal cargando ñame y fue avalado por la comunidad. Siempre nos ha interesado recuperar nuestro buen nombre (…) no somos guerrilleros, somos campesinos”, me dice Posso. Lo más importante era la carga que le pusieran al mulo pues, quince años atrás, en vez de ñame transportó varios de los cuerpos masacrados por los paramilitares en Las Brisas.

Pero Rafael no solo dibujó ese boceto, desde 2009 comenzó a plasmar sobre el papel una historieta sobre la masacre. Él fue uno de los primeros en llegar al lugar de los hechos y mantuvo un nudo de lágrimas que no desenredó sino hasta el día en que dibujó lo que vio.

Las quince imágenes chocan: un perro destroza la cara de un hombre, un paramilitar taja con un cuchillo la pantorrilla de un campesino, las casas chamuscadas, un par de cadáveres terciados al mulo. “Primero, dibujé lo que yo vi ese día para mostrárselo a mi familia: todos lloramos. Luego, pedí autorización a los familiares de las demás víctimas para hacer el resto de la historia y ellos aceptaron”.

La historieta sobre la masacre se convirtió, sin que Rafael lo advirtiera, en la mejor catarsis para Las Brisas. Un memorial privado –ahora publico- que, al igual que el mulo del parque Olaya, quiere convertirse en símbolo de perdón pero no de olvido.

La casa (por construir)

La expectativa era grande. Pocos pueblos en Colombia han sido tan mediáticos por la guerra como El Salado, Bolívar, en pleno Montes de María. Después de la masacre perpetrada por 450 paramilitares entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, que dejó a 60 personas asesinadas, El Salado quedó deshabitado. Buena parte ya ha retornado pero ¿quiere recordar lo que les pasó?

“Esto es lo que nosotros llamamos el monumento de la masacre porque ahí debajo enterraron a muchas víctimas” dice Yurley Velasco y señala lo que en otro momento fue un memorial con los nombres de las sesenta personas asesinadas. Hoy es un rastrojo al lado de una cancha de fútbol abandonada (lugar de la masacre). Los cuerpos los exhumó la Fiscalía y hoy los familiares siguen esperando la entrega de los restos para volverlos a enterrar, pero en el cementerio, a la entrada del pueblo.

Y es al lado de la cancha, precisamente, donde una parte de los campesinos sueña con una casa para la memoria. Ese sería su gran memorial por los muertos en una masacre que bien podría resumir la violencia de una región que en tan solo tres años (1999 – 2001) tuvo 354 víctimas fatales.

La idea de tener una casa de la memoria en El Salado se ha venido “cocinando” con la asesoría del Centro Nacional de Memoria Histórica desde hace varios años, pero ha tenido varios tropiezos: el principal es que no todos los saladeños están de acuerdo con tener un edificio dedicado única y exclusivamente a recordar y reflexionar sobre lo sucedido; preferirían una carretera pavimentada, servicios públicos óptimos o viviendas nuevas. “El pueblo está dividido –dice Yurley– hay unos que queremos tener “la casa de la memoria” y otros, no. Y eso nos tiene frenados, sin memorial”.

Tal vez se trate de otra de las paradojas en este viaje a las memorias. Un pueblo con una masacre dolorosamente emblemática se debate entre tener o no un memorial para dignificar a sus víctimas.

Un remanso

Pueblo Bello es un pequeño corregimiento de Turbo (Urabá antioqueño) cubierto de polvo. La carretera destapada que lo atraviesa conecta al departamento de Antioquia con el de Córdoba y todos los días cientos de camiones, jeeps y busetas la transitan dejando una cortina de humo y arenilla a la que la gente parece haberse acostumbrado.

Lo único, tal vez, inmune a ese polvo es la memoria histórica. En Pueblo Bello han desaparecido a 300 personas. Han sufrido masacres, muertes selectivas y desplazamiento. A sus habitantes les interesa recordar y lo hacen, dicen, para seguir adelante. Hace rato se cansaron de las lamentaciones. Vivieron una época oscura y no quieren volver a repetirla: “Pasamos la juventud enterrando a los muertos, buscando a los desaparecidos o huyendo” me dice Edwin Gómez, uno de los líderes que me mostró el muro, al lado de la carretera, con el rostro de las 43 personas que hombres de Fidel Castaño desaparecieron y asesinaron hace 25 años.

Pero ese no es el único memorial del corregimiento. Desde hace más de dos décadas están haciendo videos, marchas, actos conmemorativos y hace pocos días inauguraron el Centro de Memoria “Remanso de Paz”, donde tienen expuesta una colcha gigante con el nombre bordado de más de 100 personas desaparecidas.

Pueblo Bello bien puede ser una gran lección para todo Urabá. Un hito a la hora de hablar de lugares de memoria en una región que históricamente ha sido aplastada por la guerra pero que con muestras como estas, queda claro cuál es el futuro que sueñan.

La voz

La historia la conocemos: el 2 de mayo de 2002, 79 personas murieron (entre ellos 48 personas menores de edad) luego de que guerrilleros de las FARC lanzaran un cilindro bomba durante un enfrentamiento con paramilitares de las AUC, contra la iglesia de Bellavista (casco urbano del municipio de Bojayá) en donde la población se refugiaba.

La iglesia quedó en ruinas. Trataron de reconstruirla pero la humedad y la maleza la convirtieron en un lugar de memoria abandonado. El verdadero memorial, además del Cristo mutilado, está conformado por Ana, Luz Marina, Ciras María, Oneida, Juana Francisca, Dora María, Rosa Isabel, Rufina, Rosario, Eulogia, Paula María, Marcelina, Emilia, Floriana, Nilda, Rosa Apulia, Clemencia, Cruz y Zulia; las veinte mujeres de Pogue (un pueblito en las riberas del Río Bojayá) que en los velorios o conmemoraciones de un hecho violento se reúnen para cantar alabaos.

Dichos cantos son una especie de plegarias compuestas por ellas mismas para despedir a los muertos. Van vestidas de blanco, se forman a la manera de un coro y la voz líder va marcando el acento en cada estrofa. Algunas de las cantaoras son familiares de las víctimas y cada 2 de mayo lo sienten como si estuvieran en la despedida de sus sobrinos, nietos o cuñados: “Ah dicha, señores la de Bellavista, ciento y pico de muertos dentro de la capilla, cuando los mataron el pueblo lloró de ver tanta sangre la que aquí rodó”.

Es una tradición ancestral, pero desde 2002 tomó una connotación especial en Bojayá. Es la memoria viva de lo que sucedió. Escucharlas es vivir el relato de las pérdidas y las tristezas. “Para nosotras una conmemoración sin alabaos no es conmemoración” dice Ereiza Mosquera y no podría ser de otra forma en el Chocó. Es la memoria histórica a través de las voces.

Un jardín

A finales de 2014, en el entierro de once indígenas Awá asesinados por la guerrilla de las FARC en 2009 (la entrega de los cuerpos se había tardado casi seis años), uno de los líderes decía que eso no era un entierro sino una siembre para la vida. Se refería a la esperanza, al nunca más, a la memoria, al cambio, a seguir adelante a pesar del dolor. Aquella siembra fue en el cementerio de Buenavista, un corregimiento de Ricaurte, Nariño.

600 kilómetros más al norte, en la Comuna 13 de Medellín, algo similar está sucediendo desde hace seis años. Un rapero con candongas y pañoleta está convocando a la gente para sembrar plantas en los antejardines de sus casas, en las fachadas de las tiendas y en las laderas empinadas que separan los diferentes barrios de la comuna.

No se trata del gesto espontáneo de un hombre con deseos de ser jardinero. O de la herencia ecologista de un músico paisa. Es algo más simple: un muchacho, A.K.A., que quiere mantener unidos a los vecinos de una de las zonas más conflictivas de la ciudad. Él lo explica mejor: “El Hip-Hop es calle y debajo de la calle hay tierra y la tierra es vida”.

En Medellín las llaman “plantas de memoria”; en Nariño dicen: “sembrar para la vida”. Diferentes lugares pero el mismo uso curativo: recuperar la memoria y la vida.

Un salón

Todo comenzó con una obra de teatro. Se trataba de un mercader que pasaba por un pueblo ofreciendo la compra de los malos recuerdos, los que dejó la violencia. “Compro, compro los recuerdos”, decía y en medio de la obra varios personajes le vendían los suyos.

“Yo hacía el personaje del Olvido, vestida con una túnica negra, aparecía al final y hacía una reflexión sobre todo: ‘Ustedes ahora vivirán sin el horror del pasado pero perderán el derecho al recuerdo, de hecho, ya no podrán reclamar justicia ni dignidad. No podrán recuperar nada de lo que la violencia les arrebató. Serán felices, pero no serán los mismos, no tendrán identidad”, recuerda Gloria Ramírez, directora de la Asociación de Víctimas de Granada, Asovida.

A partir de ese momento, preservar la memoria se volvió una necesidad para los granadinos y empezaron a gestar lo que sería el Salón del Nunca Más, un lugar hecho por y para las víctimas. “Aquí venimos las viudas y los huérfanos a ayudarnos los unos a los otros. Ningún sicólogo puede entender nuestro dolor, solo entre nosotros mismos nos comprendemos y nos damos apoyo”, dice Amanda, una de las guías del Salón.

Sí, fueron las mismas víctimas las que escogieron, una a una, las fotos que se exhibirían, las que escribieron los textos que las acompañarían, y las que contaron, en una línea de tiempo, cómo su región fue escogida por los actores armados para librar su batalla.

Y es que en la zona todos los grupos hicieron presencia. A finales de los ochenta llegó el Frente Carlos Alirio Buitrago, del ELN; en los noventa, arribarían las FARC, y en 2000 los paramilitares (con la connivencia de las fuerzas del Estado). Estos últimos se hicieron visibles el 3 de noviembre de 2000, cuando entraron por tres lugares diferentes del casco urbano disparando en contra de cualquiera que estuviera en la calle, mataron en total a 19 granadinos.

Al mes siguiente, los frentes 9, 34 y 47 de las FARC “tomarían venganza” con la explosión de un carro-bomba con 400 kilos de anfo y una sangrienta toma que dejaría 24 muertos, 25 heridos, 131 viviendas destruidas y 82 locales destrozados.

Todos los sectores del pueblo se unieron, la iglesia, las cooperativas, los que vivían por fuera, y recogieron dinero para reconstruir su municipio. Las víctimas empezaron a hacer marchas los primeros viernes de cada mes con velas en honor a los más de mil muertos y desaparecidos que dejó el conflicto.

Hoy esa resistencia se mantiene, prueba de esto es un mural que tienen en el Salón del Nunca Más, con fotos de los desaparecidos, tratando de sustituir el sepulcro que los victimarios no les dejaron tener.

Cada desaparecido tiene un cuaderno o bitácora donde sus seres queridos les escriben y les cuentan de su vida. Como Yésica, una pequeña que desde que aprendió a escribir va regularmente a contarle a su padre cómo le está yendo en el colegio o los problemas que tiene con su mamá. Con estos pequeños actos, las víctimas de Granada les dicen a los violentos que no van a permitir que la guerra vuelva a su pueblo, les dicen: “no más, ni uno más, nunca más”.

La calle**

Debajo de las esculturas del Cementerio Central de Bogotá hay un mundo secreto al que tienen acceso docenas de personas que transitan por sus alrededores cada semana. Tienen diálogos clandestinos con los muertos, intercambio de favores, peticiones y preglarias.

Humberto Figueroa, 76 años, es uno de ellos. Todos los lunes visita la tumba de Luis Carlos Galán Sarmiento, líder político asesinado en 1989. Entra al cementerio a las diez de la mañana, camina apoyado en su bastón hasta la lápida y adorna sus bordes con manojos de flores rojas y rosadas. Es un ritual íntimo a la memoria de un politico.

Rituales que pueden repetirse a lo largo de la Avenida 26, “el eje de la memoria”: el Parque de la Independencia; la Plazoleta de los Murales; el Cementerio Británico y el Central; los Columbarios; el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación; el Parque de Reconciliación; el busto de Gaitán; el Parque Renacimiento; el Cementerio Alemán y el Hebreo; la Plazoleta de Galán; las placas conmemorativas dentro de la Universidad Nacional y, muy pronto, el Museo Nacional de la Memoria del CNMH. (Carrera 6 Nº 35 - 29, barrio La Merced.).

Una foto panorámica del eje daría cuenta de las memorias de un país con más de ciencuenta años en guerra, cansado pero, como lo evidencia Humberto Figueroa, dispuesto a no olvidar: esculturas, placas, grafitis, torres, edificios, parques, tumbas, pinturas, lápidas y frases que dicen: ¡Basta Ya!

500 fotos

Este viaje por los lugares de la memoria termina en un memorial sobre el presente, único en el litoral pacífico colombiano: la Casa de la Memoria del Pacífico Nariñense. Y tenía que ser así, aquí, en una ciudad con uno de los índices más altos de toda Colombia en desapariciones, violencia sexual, desplazamiento y uso de minas antipersonal. En los últimos trece años, por ejemplo, más de 2600 personas han sido asesinadas. Eso supera tres veces la tasa nacional de homicidios.

Por eso sorprende que en medio de tanto terror (y miedo), un grupo de jóvenes -liderados por la Diócesis de Tumaco - se atreva a hablar de lo que sucede. Son cincuenta aproximadamente e integran una red conformada por el Centro Afro, grupos juveniles y el Teatro por la Paz.

La casa es relativamente nueva, pero las fotos en sus paredes no. Desde hace una década los sacerdotes de la Diócesis comenzaron a recolectarlas con la idea de hacer expocisiones itinerantes por la ciudad. Son los rostros de las víctimas y a pesar de que hay otros objetos e iniciativas de memoria, las casi quinientas fotos son su mayor atractivo.

Lina Peña, una de las guías, me dice que todos los días llega alguien para recordar a un familiar, para sorprenderse porque mataron a aquel vecino o para entregar una nueva fotografía. Hay mujeres que no llevan fotos, que no dicen nada pero están tristes y Lina las invita a tejer en la misma casa junto a otras mujeres que comparten el desespero de no saber el paradero de sus hijos.

En el mismo lugar donde se reúnen a tejer, hay un árbol pintado en la pared. Es la última parte del recorrido. Sobre la ramas del árbol, en pequeñas cartulinas, las personas escriben mensajes a los muertos o a la ciudad. La mayoría no lo hace, reconoce Lina, pero el día que fuimos estaba lleno de palabras de amor. Esa misma semana Tumaco había tenido seis explosiones con granada.