Crónicas
Fuera del aire
En Colombia hay una ciudad que un día amaneció sin noticias. Esa mañana del 3 de abril de 2003, en Arauca, las emisoras tenían casi todas las sillas vacías y la mayoría de sus micrófonos apagados. Para esa fecha, cerca de 20 periodistas habían salido espantados. Eran más de la mitad de los comunicadores activos de esa población, aunque entre ellos se sumaban algunos del municipio de Saravena. No aguantaron que la guerra siguiera detrás de ellos. Viajaron en dos vuelos directos hasta Bogotá, unos el 1 y los otros el 2 de abril.
El gobierno de Álvaro Uribe se había estrenado en agosto del año anterior y había declarado el departamento de Arauca como “zona de rehabilitación” mediante decretos de excepción. En otras palabras, se había convertido en una zona para golpear con todo a los grupos guerrilleros en sus propios territorios. Como tenía todas las alarmas prendidas, fue el gobierno el que puso las aeronaves apenas supo de la amenaza contra los periodistas. Dos listas habían empezado a circular declarándolos objetivo militar. Una se la atribuían a las FARC, de usual presencia en la región, y la otra al Bloque Vencedores de las AUC, que justamente había aparecido en pocos meses antes de que comenzara el mandato de Uribe.
En el aeropuerto de Bogotá nadie los estaba esperando. No hubo fotos, ni entrevistas, ni altos funcionarios. La capital los vistió con el mismo anonimato que viste a los desplazados, porque ahora lo eran. Fueron la prueba de que en el país los aviones también llevan gente huyendo de la guerra. Los llevaron a reunirse con el vicepresidente Francisco Santos, quien prometió ayudarlos por algunos días. En menos de dos meses las ayudas se acabaron y las promesas no volvieron a aparecer. Quedaron a su suerte.
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Es una mañana de marzo de 2014. En la ciudad de Arauca no hay mucha gente en la calle, es temprano. La brisa sopla un poco, y en ese pedazo de la frontera eso ya es mucho. El sol todavía no calienta como suele hacerlo y las sombras que forman los árboles y las casas aún son amplias.
La periodista Carmen Rosa Pabón entra por la puerta del que, dicen, es el mejor desayunadero de la ciudad. Va a las carreras como siempre, con las gafas colgándole del cuello. Saluda a la gente del lugar desde lejos, sin parar. Es toda una celebridad, los araucanos han aprendido a reconocer su cara, aunque sea su voz la que oyen todos los días en la radio. En la puerta se queda uno de sus escoltas mientras el otro se va a buscar dónde parquear el carro blindado.
–Perdón, perdón– dice en voz baja al tiempo que se desliza entre las mesas del lugar encontrar una mesa en el fondo. En ningún momento pierde su risa, ni tampoco el par de hoyuelos que van a lado y lado de su cara redonda.
No es tanto que se haga notar, parece que el resto está siempre pendiente de saludarla. Para sus colegas de Arauca es un gusto verla, dicen que ellos son los pollos y ella la gallina. Es por su dulzura, por su entusiasmo para todo, por su esmero en que los suyos estén bien. También por las ganas que dan de abrazarla y sentarse a charlar. Porque ella cuenta sus historias, hasta las noticias trágicas de su departamento, como si fuera una sesión de chisme con la mamá o con la tía. Eso sí, siempre de afán porque hay cosas por hacer.
Aunque su alegría es enérgica, constante, sincera, está atravesada por una historia de dolor. Carmen Rosa fue una de las que salió de Arauca ese abril de 2003. Ese día tuvo que dejar a su esposo y sus tres hijos. Era directora de noticias de la emisora La Voz del Cinaruco, filial de Caracol Radio, y fue mencionada en los dos listados que la declaraban objetivo militar tanto de paramilitares como de guerrilleros.
–Es que si se entrevista a unos, los otros se molestan. Y así. Hasta los militares nos llaman la atención si ven que se está dando información de las guerrillas distinta a la que ellos quieren– dice cada vez que quiere resumir la situación de los periodistas en su región. –Entonces estamos en la mitad– continúa. –Ya no se sabe qué de lo que se dice al aire lo pone a uno en más peligro. Toca entonces hablar de cosas suaves o ceñirse a lo que las autoridades nos digan que digamos–.
Si al menos pudiera decir que está en la mitad de dos bandos, pero no. En Arauca las guerrillas del ELN y las FARC llevan dividiéndose la región durante 30 años. Fuera de eso, el bloque paramilitar Vencedores incursionó entre 2002 y 2005. A eso hay que sumarle el comportamiento de los militares, que buscan resultados inmediatos en un lugar donde la guerra está todo el tiempo recrudecida. Cuatro ejércitos armados y los periodistas en la mitad.
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Otro restaurante quedaba a las afueras de Saravena, en la salida hacia Arauquita. Era una armazón de troncos delgados y techo de latas. Todo estaba unido con puntillas sobre un planchón rectangular de cemento que hacía de piso. Emiro Goyeneche, director de la emisora comunitaria Sarare Estéreo, entró saludando en voz alta. Desde la cocina, el único pedazo del lugar que tenía paredes con ladrillos, dos señoras regordetas le respondieron a punta de risotadas. Debían conocerlo de tiempo atrás.
En ese marzo de 2014, la sequía mandaba en el Llano. Las reses morían de sed y por la falta de pastos, mientras las iguanas y los tapires se arremolinaban alrededor de pequeños charcos. Ese día no hacía mucho calor, incluso el cielo se veía nublado como si por fin quisiera soltar la lluvia, pero la resequedad era tanta que se podía respirar cuando el aire pasaba áspero.
Nos sentamos en una de las seis mesas que ocupaban el lugar. Eran de plástico, rojas, talladas por el roce de los cubiertos y los platos de pasta dura. Freddy, el escolta que el Estado le asignó a Emiro, se había quedado atrás y se sentó en otra mesa. Saludó a las de la cocina sin perdernos de vista. Cada vez que lo mirábamos asentía amablemente con la cabeza, como diciéndonos “Por aquí todo bien, ¿ustedes qué?”.
–Esta gente que lo cuida a uno aprende a ser prudente. Ser periodista se trata de hablar con mucha gente y si ven a un tipo armado al lado pues nadie habla. Ellos saben que es mejor que se hagan aparte para nosotros poder trabajar– dijo Goyeneche.
Una de las señoras se acercó. No traía carta pero sí una canasta con cubiertos que puso en el centro. Emiro tuvo tiempo de bromearle. Intentaba agarrarla del brazo y ella a no dejarse, a las carcajadas.
–Tráiganos lo de siempre– le dijo al fin. Después se quedó reparándola cuando ya había dado la vuelta. Le brotó una risita de niño travieso, con los ojos rasgados y los labios finos arqueados hacia arriba. Era la misma que le había visto ese día cuando, en su oficina, hablaba de la vez que los militares lo acusaron de guerrillero y lo hicieron ir a la cárcel por dos años hasta que un fiscal constató su inocencia. Es que él cuenta esa historia con un tonito de burla, como si solo fuera una anécdota curiosa. No se sabe si es por tanto repetirla o por simple mecanismo de defensa. Es probable que sea lo último y que la risita, además de salir cuando repara el culo de las mujeres, aparece también cuando no quiere que los malos recuerdos venzan su criollismo llanero, que es fuerte, de macho que no llora.
Estando preso, dice que aprovechó el tiempo y organizó al resto de internos de la cárcel de Cúcuta. Obligaron a que el director del penal y los guardias respetaran un manual de convivencia diseñado por ellos. Lo recuerda con la misma risita. Sin embargo, si se le pregunta qué fue lo más duro, dice que las visitas de su mujer y la ausencia de sus hijos, porque no dejó que lo visitaran. Ahí ya la risa se va.
También tuvo que irse de Saravena en abril de 2003, cuando paramilitares y guerrilleros decían que atentarían contra él y otros periodistas de Arauca. Eso fue justo antes de que los militares, con sus redadas y su ansias de positivos, lo acusaran de subversivo. Es la clásica paradoja del periodista en medio de la guerra: los bandos saben que la información acierta más que los fusiles y creen que hay que salir de los informadores que no les son útiles.
–Yo hago parte de las organizaciones campesinas– retomó mientras inclinaba la canasta de los cubiertos de un lado al otro. –Soy izquierdista, pero la guerrilla la ha embarrado mucho. A la emisora también la amenazan sabiendo que eso es del pueblo.
Perdió la cuenta de cuántas veces han llamado en los últimos años a la emisora. Perdió la cuenta de quiénes son. Le dicen que se cuide, que lo siguen. Se presentan como paramilitares, como guerrilla, pero tampoco sabe cuáles llamadas han sido de las AUC, de FARC o del ELN. También, hace poco, se denunciaron presiones indebidas por los funcionarios públicos de Saravena.
–Se les olvida que si acaban conmigo en últimas le están haciendo un daño a los del campo, que son los dueños de la emisora, que son los que se van a quedar sin quién les informe. Pero además mire cómo son…–.
Se puso de pie y me llevó hasta una de las esquinas del lugar. Señaló el otro lado de la carretera apuntando hacia una valla. No se alcanzaba a leer lo que decía porque el polvo amarillento había percudido el aviso. Preguntó que si veía los orificios que tenía. Supuse que eran tiros.
–No– respondió –Son rotos que dejaron las esquirlas. Ahí detrás de la valla explotó una bomba que puso el ELN. Querían activarla cuando pasara una caravana del Ejército pero les explotó la noche antes–.
Al parecer fue un explosivo de poder bajo, pues la valla estaba medio ladeada y desajustada pero seguía en pie. Emiro me tomó de un hombro y me hizo girar hasta que pudiera examinar otra vez el techo de latas del restaurante. Pude ver que la luz del mediodía se colaba por una docena de orificios iguales a los del aviso del otro costado.
–Es una injusticia con estas señoras que no tienen nada que ver, ¿no le parece? ¿Qué tal que ese día hubieran estado aquí?– preguntó. Vistos de cerca, los rotos de las esquirlas se veían más grandes y menos circulares que los que dejan las balas.
La mesera volvió con dos platos y dos vasos de limonada y regresamos a nuestras sillas, que en realidad eran bancas largas de madera, una a cada lado de la mesa. “Lo de siempre” resultó ser carne asada a la llanera que venía partida en pedazos. De inmediato Goyeneche advirtió que en el llano la cosa era con la mano, así que renunciamos a los cubiertos. Pero antes de que se mandara a la boca el primer bocado, le pregunté que cuándo había ocurrido lo de la bomba.
–El fin de semana pasado– Y otra vez la risita.
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A Efraín Varela lo secuestraron, lo llevaron a las afueras de la ciudad de Arauca y lo fusilaron contra el piso a la entrada del colegio agropecuario. Todo fue por denunciar los abusos del Ejército y su permisividad frente a los paramilitares recién llegados.
Fue un pionero del periodismo araucano aunque había nacido en Ciénaga, Magdalena. Llegó del Caribe a finales de lo años 70. Venía de ser reportero deportivo y el béisbol era su especialidad. En ese entonces, en Arauca dominaban las emisora militares, aunque existía La Voz del Cinaruco. Comenzó trabajando allí, como corresponsal en el municipio de Saravena y como miembro de la emisora aliada Radio Caribabare. Muy rápido, el conflicto y los derechos humanos se convirtieron en sus temas principales. En 1984 le hicieron un atentado con un bomba y debió salir de ahí.
Por las primeras amenazas que aparecieron debió irse para Bogotá y en ese tiempo, con ayuda de la emisora y de otras organizaciones, aprovechó para estudiar derecho en la Universidad Nacional. Cuando se graduó, regresó al Llano y más adelante, con otro socio inversionista, crearía la emisora Meridiano 70 en la que trabajó hasta su muerte.
Los otros lo respetaban porque fue quien abrió el camino que los otros recorrerían, tanto con lo bueno y como con lo malo. Además, para muchos locutores fue quien les dio la primera oportunidad de salir al aire. Todos lo imitaban, querían ser como él, hacer lo que hacía. Su asesinato en julio de 2002 fue como apagar un faro. No quedó quién guiara contra el miedo, contra la censura. Cambió la forma de hacer periodismo: se extinguió la investigación e imperó la lectura de comunicados oficiales.
Ocho meses después, días antes de la aparición de los listados amenazantes, asesinaron a su compañero de cabina, Luis Eduardo Alfonso, en una esquina del centro de la ciudad.
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–Es que el desplazamiento de nosotros en 2003 fue solo la suma de una historia que venía de antes. Las amenazas de la guerrilla eran constantes. Además los paramilitares aparecieron asesinando a diestra y siniestra. Campesinos, políticos, líderes campesinos. Ahí tenía que caer algún periodista y le tocó a Efraín Valera a mediados de 2002. – Carmen Rosa hace una pausa y sigue. –Fue un dolor muy grande. Él fue el maestro de todos. Aprendimos a hacer periodismo con él. La muerte suya y la de su compañero Luis Eduardo Alfonso, junto a la sentencia de los dos listados, determinaron nuestra decisión de irnos–.
Carmen Rosa enfatiza en la muerte de Varela, pero pasó de largo que en 1984 fue dinamitada la emisora Radio Caribabare de Saravena; que en 1991 dos militares asesinaron en Arauca a Henry Rojas, corresponsal de El Tiempo; que en 1995 mataron a Iván Pelayo, director de la emisora Llanorámica, en Puerto Rondón; que en 1996, en su finca de Tame, la guerrilla le quitó la vida a Alfredo Matiz, cofundador de La Voz del Cinaruco.
Después de que salió en 2003 por las amenazas, Carmen Rosa ha tenido que afrontar intimidaciones hasta hoy, por eso el Estado le mantiene su esquema de dos escoltas y un carro blindado. Una de esas fue en octubre de 2013: en un panfleto, el ELN la acusó a ella y a sus colaboradores de la emisora de trabajar para la CIA y el Pentágono. “¡Por Dios! No hacemos otra cosa que narrar lo que está ocurriendo en el departamento”, respondió en ese entonces en una entrevista que dio para la Associated Press.
Alcanza a contar lo que ha sido más difícil en toda esta historia. Dice que una vez, hace tiempo, cuando su hija Beatriz Helena estaba por salir del colegio, le preguntaron en un qué quería hacer después del colegio. Beatriz respondió que periodismo no. Al preguntarle la razón ella dijo que no quería vivir como su mamá, con tanto miedo y preocupando a tanta gente. Todo esto Carmen Rosa lo supo por el psicólogo del colegio que se le contó.
–Me hicieron entender que una cosa es lo que yo estaba sintiendo, el daño que me estaban haciendo y el dolor que me estaban causando, pero yo no era consciente del daño que estaba sufriendo mi familia– llora en silencio, que no la oigan los de las mesas vecinas. Muy rápido se repone y añade –¿Pero yo qué hacía? ¿Qué puedo hacer ahora? Si yo no sé hacer nada más, solo hablar por la radio–.
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El día que Arauca amaneció sin periodistas, los dueños de las emisoras pidieron a los técnicos de sonido que mantuvieran al aire los programas como fuera necesario. Había compromisos pendientes con quienes pautaban la publicidad. Como no sabían dar noticias y como tampoco querían terminar como sus compañeros periodistas, se dedicaron a poner música y a dar información sobre la programación de eventos municipales. Cuando el repertorio se les agotaba abrían las líneas telefónicas para quienes estuvieran cumpliendo años y se lo celebraban al aire con festejos y algarabías que tenían que extenderse lo más que se pudiera.
En ese 3 de abril de 2003, por primera vez en muchos años el tiempo de la radio sobró y no quedó con qué rellenarlo. El cumpleaños sonaba una, dos, tres, cuatro, se perdía la cuenta de cuántas veces. Así por meses. Los araucanos no se enteraron más de la guerra que tenían encima, sin noticias tenían la duda de que se la estuvieran inventando. Los paramilitares siguieron asesinando, el Ejército decía estar triunfando por cuenta propia, las guerrillas continuaron con sus crímenes decenarios, las organizaciones campesinas no pudieron contar más sus asuntos a la población y la gente vio cómo el miedo debía volverse algo privado para vivir en silencio, algo que la radio ya no podía hacer común porque había salido del aire.