Crónicas
El sobreviviente
1993. 19 de marzo.
Carlos Mario Correa estaba solo en su oficina, en el cuarto piso del edificio Bancoquia de Medellín, en Junín con Maracaibo. Sentado en el escritorio revisaba que el fax y el teléfono estuvieran bien conectados y funcionando. Repasaba la nota que había quedado sin terminar desde el día anterior, la misma que debía enviarse pronto a la redacción del periódico El Espectador en Bogotá. Como era ya costumbre, miró por la ventana buscando en la calle algo sospechoso que lo alerta. Nada. Prendió el radio para conocer las últimas noticias y, antes de terminar la nota, se dirigió al baño para echarse agua del lavamanos en la cara.
Abrió esa oficina a finales de 1990. Desde entonces, las veces que sentía el terror cerca, decidía encerrarse en ella por dos o tres días. Se acostaba, se dormía y se despertaba con la misma ropa. En esas ocasiones solo salía para comprar comida o para reunirse con alguna persona o algún colega que quisiera darle información sobre la actualidad de la ciudad. Esas veces evitaba quedarse en su casa –que era la de sus padres– o en la de su hermana, porque temía que quienes lo seguían y lo amenazaban pudieran hacerle daño a alguno de sus allegados.
Justamente esa mañana tenía que salir.
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1988, Carlos Mario Correa estaba recién graduado como periodista de la Universidad de Antioquia. Tenía 23 años. Después de una práctica en el periódico El Mundo, ingresó al equipo de El Espectador como asistente del jefe de redacción para Medellín, Mario Atehortúa Garcés. Arrancó sus labores orgulloso, pues sabía que había entrado a un periódico con lugar propio en la historia del país.
Correa no ingresó a esa redacción de la calle Bolívar, la del gran aviso, ni a la de los cinco pisos, ni a la del aviso grande, ni a la influyente para el medio que se imprimía en Bogotá. Entró a trabajar en una casa del barrio el Prado, que en vez de aviso tenía pequeñas calcomanías del emblema del periódico pegadas en las ventanas. A Atehortúa apenas lo acompañaban un reportero gráfico y una secretaria. También estaba Miguel Soler, el jefe de redacción, y Marta Luz López, la gerente. Lo recibieron amables pero en ellos no se notaba mucho ímpetu; más bien había un ambiente silencioso en el que se hablaba poco y con susurros.
Se sabía que la situación del El Espectador era complicada desde el asesinato de su director Guillermo Cano, en Bogotá en 1986, pero Carlos Mario nunca imaginó que con el paso de los días le sería tan evidente que el periódico había ido apagándose por el miedo. Con el tiempo fue viendo que el terror sí lograba paralizar a los periodistas y hasta lograba hacerlos dimitir en su oficio.
Carlos Mario conoció el terror de cerca cuando lo dejaron contestar el teléfono por primera vez; la sintió fuerte y en verso: “Obedézcanle a don Pablo / él ya les dijo que se fueran / pero si se ponen tercos como el diablo / no les extrañe que se mueran. / Don Pablo es el rey / y lo que dice es la ley. / El Espectador es un pasquín y se debe morir”. Era alias El Poeta, uno de los mandaderos de Pablo Escobar. Su sevicia no era para asesinar en forma cruel sino para intimidar con rimas. Su papel era llamar con frecuencia a la sede de la redacción para decir a su modo que debían cerrarla, que no se hicieran matar, que el problema no era con ellos sino con los Cano de Bogotá, que si seguían pondrían una bomba frente a la casa.
Por lo que publicaba y decía El Espectador, Pablo Escobar se había propuesto acabarlo desde su cabeza. Así asesinó a Cano. De ahí para abajo intimidó el quehacer informativo del medio; amenazó y persiguió a sus periodistas por colaborar en él. Rápidamente el país comprendió que el periódico se había convertido en una víctima principal del narcotráfico en Colombia.
Entre 1983 y 1988, además de Guillermo Cano, fueron asesinados en todo el país 5 periodistas vinculados a El Espectador, que además habían estado investigando cuestiones del narcotráfico y del Cartel de Medellín en diferentes regiones. Nelson Anaya Barreto, columnista de opinión, asesinado en Medellín; Luis Roberto Camacho Prada, corresponsal, asesinado en Leticia; Alberto Lebrún Múnera, periodista y administrativo del periódico en Medellín, asesinado en la misma ciudad; Fernando Bahamón Molina, corresponsal, asesinado en Florencia.
Sin embargo, otros periodistas antioqueños han dicho que El Espectador equivocadamente se vio como el único medio perjudicado en la región. Juan Gonzalo Betancur era periodista de El Colombiano por la misma época. Asegura que aunque este periódico bogotano logró posicionarse ante el país como el más perseguido por Escobar, sobre todo después del asesinato de Cano, El Tiempo en Medellín tuvo que abrir sedes clandestinas y El Colombiano debió soportar no solo el secuestro de su director y propietario, Juan Gómez Martínez, sino también la bomba contra su edificio en Envigado en 1988.
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Uno de los primeros días del año 89, alguien contestó el teléfono. Como era El Poeta hizo que todos oyeran. En esa ocasión no quiso hablar en verso, preguntaba que por qué no habían cerrado la redacción, que era que si se querían morir. Hasta dijo que “El Doctor” –porque realmente así le decían a Pablo Escobar, según Correa– podía darles plata si se iban a otros periódicos como El Colombiano o El Tiempo. Cerró diciendo que si seguían así El Espectador en Medellín sería volado. ¿Qué clase de amenaza contra los periodistas era esa? ¿Se podía seguir siendo periodista pero en otro medio?
En el libro Entre el silencio y el coraje, de la Fundación para la Libertad de Prensa, María Teresa Ronderos explica que en Colombia los periodistas son agredidos y asesinados por derrumbar o desmentir la versiones sobre las que se sustentan el poder legal e el ilegal, o por no querer entregar sus notas o productos a los intereses de estos. Pero en el caso de El Espectador ciertos detalles hacían la diferencia. Tanto que no importaba que los periodistas quedaran vivos y en oficio; lo importante era el fin del periódico, de la empresa, del edificio.
Los periodistas en El Espectador de Medellín nunca dejaron de tratar temas espinosos. Atehortúa, el jefe, era un veterano del periodismo judicial e imprimía ese enfoque en la redacción, con mayor razón en esa época de la ciudad. Los periodistas confrontaban y denunciaban los hechos del narcotráfico, por lo mismo recibían amenazas hasta en sus casas y sus teléfonos privados. Pero a diferencia de otros podían salvar su vida si se iban a trabajar a otro medio; eso parecía no incomodar al “El Doctor”. El objetivo era dejar vacío a El Espectador, dejar si acaso el nombre.
Ocurre que fue como medio, como empresa periodística y como institución, que El Espectador decidió confrontar el modelo de sociedad y de gobierno que proponían los narcotraficantes de la época. Era en su agenda editorial en la que explícitamente defendía la extradición, denunciaba que el cartel de Medellín se había infiltrado en el Estado y llamaba la atención de los gobiernos que fueron pasando perplejos o negligentes frente a esta criminalidad. De esa forma Pablo Escobar, en su empeñó de acabar el periódico, procuraba no apuntar a nombres propios de periodistas, y mejor buscaba a los dueños, directores y administrativos.
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Es marzo, abril, mayo y par de meses más de 1989. Una máquina de escribir está sobre el fogón; otra en el piso, al lado de una nevera pequeña; un teléfono al lado del lavaplatos; dos periodistas sentados en butacos en el centro de la cocina, rayando con lápiz unas hojas sobre sus rodillas; en el patio de ropas la gerente contestando una llamada; bajo el umbral de la puerta el jefe de circulación da instrucciones a los repartidores y mensajeros que toman tinto de pie.
Desde el año anterior decidieron ir pasándose a otras habitaciones de esa casa grande del barrio El Prado. La idea era irse alejando de la calle. Primero dejaron el garaje y los cuartos que daban hacia el frente, después, cada vez más, fueron llenando los lugares traseros de la casa hasta terminar en la cocina, todos arrumados. Sabían que las bombas de Escobar, de las que advertía El Poeta y de las que vaticinaba la policía de la ciudad, siempre aguardaban su momento en la calle en forma de carro o paquete. Pensaron que yéndose hacia el fondo estarían más seguros o una explosión les haría menos daño. Habían decidido continuar, como tuvieran que hacerlo.
El dos de septiembre de 1989, a las 6 y 40 de la mañana, un camión repleto de explosivos explotó. Fue en Bogotá, en las puertas del periódico El Espectador. 73 personas heridas y grandes destrozos en la planta fue lo que se reportó en la edición especial que se decidió sacar esa misma mañana. Un “SEGUIREMOS ADELANTE” era lo que dominaba la primera plana.
En El Espectador de Medellín la noticia de la bomba en Bogotá tristemente dio tranquilidad. Llevaban meses de zozobra pensando que la violencia más dura se volcaría contra ellos. Al conocer la noticia imaginaron que Escobar no los buscaría después del éxito de su ataque en la capital, al menos por ahora. Se relajaron un poco, volvieron a ocupar otras partes de la casa y flexibilizaron sus rutinas de salida y de llegada a la casa. Fue un error.
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Un mes después, el 10 de octubre. Dos periodistas oían las noticias radiales del mediodía. El joven nunca dejaba la sede para salir a almorzar porque le correspondía estar pendiente de los sucesos mientras el resto iban a almorzar a su casa; el más viejo había decidido quedarse un rato más para terminar una nota. El teléfono sonó y éste último contestó. Les avisaban que a Marta Luz López, la gerente de la sede, la habían asesinado entrando su carro a su casa de Patio Bonito en El Poblado, y que a Miguel Soler, el jefe de circulación, lo habían ultimado en el barrio Simón Bolívar en la puerta de su casa.
No había duda, Escobar, con dos operativos en distintos lugares de la ciudad, había acabado con la redacción de Medellín sin tocar a los periodistas. Quizás se salvaron por no salir a esa hora, quizás fue porque Escobar, como se dijo, solo quiso atentar contra la administración y la economía del medio.
Duraron largo rato encerrados en la sede hasta que llegó la policía a sacarlos y escoltarlos. Ese día la casa se cerró. Unas semanas después un camión enviado desde Bogotá sacó las muebles y los equipos. A los dos periodistas los mandaron a vacaciones pero más tarde debieron despedirlos. En Bogotá entendieron que era muy peligroso continuar con la agencia en Medellín. Carlos Mario, quien siempre estuvo a cargo de las llaves de la casa, porque él abría y él cerraba, debió entregarlas para que no volviera a abrirse como periódico nunca más.
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1993. 19 de marzo.
Por fin envió la nota a Bogotá. Se juagó la boca, se pasó la mano entre el pelo y dejó la oficina. Justo cuando salía del edificio Bancoquia para ir a almorzaer, policías armados allanaron el lugar y entraron hasta los pisos superiores. No lo dejaron salir. Se quedó en un patio interior esperando y averiguando qué sucedía. Ninguno de los que quedaron allí con él dio razón. Se oyeron disparos. Solo temía que con todo eso se descubriera su oficina clandestina en el cuarto piso.
Casi un año después de las muertes de sus compañeros Martha Luz López y Miguel Soler, un editor de El Espectador en Bogotá lo había contactado para volver a abrir la corresponsalía en Medellín. Esta vez las condiciones eran otras. Debía ser una oficina secreta; nadie podía saber que el periódico había vuelto a la ciudad. Carlos Mario se hizo pasar por un contador en busca de oficina y la consiguió. El arriendo lo pagaba por intermedio de terceros, nada estaba a nombre del periódico. Trabajaba allí encerrado y desde ahí mandaba las notas por fax a Bogotá. Aunque sus colegas sabían que algo se traía entre manos, nunca pensaron que siguiera en esas después de que las amenazas seguían advirtiéndole de no volver a trabajar en El Espectador.
Junto a Soler y López, otros periodistas o administrativos de El Espectador habían sido asesinados en todo el país por esa época. Se presume que por el accionar del Cartel de Medellín. Héctor Giraldo Gálvez, columnista que participaba en el proceso de investigación de la muerte de Guillermo Cano, había sido asesinado en Bogotá ese mismo año. También murió Guillermo Gómez Murillo, en Buenaventura, corresponsal; Rubén Darío Carrillo, en Medellín, periodista enviado a esa ciudad; Hernando Tavera, en Medellín, jefe de circulación que había llegado como reemplazo de Miguel Arturo Soler.
Desde 1991 había logrado sostenerse; iban más de dos años. Consiguió que poca gente sospechara de lo que él hacía. El Espectador había vuelto a publicar notas rigurosas sobre la situación en Medellín y nadie sabía cómo. Había logrado volverse indetectable y había hecho que en Medellín el periódico fuera un fantasma que resistía y que sin vida podía ver, oír y hablar, manteniéndose invisible.
De repente uniformados bajaron cargando una camilla con un cuerpo tapado por una sábana. El superior preguntó: “¿Quién es periodista?”. Algunos que se habían logrado colar hasta allí levantaron la mano, identificándose. Él también lo hizo, después de mucho tiempo. Se sintió feliz quitándose el antifaz. El policía les pidió que se acercaran y levantó la sábana: “Tomen la foto de este bandido; este es el famoso ‘Chopo’, el jefe de sicarios de Pablo Escobar. Nos recibió a balazos y tuvimos que darle de baja”. El segundo de la estructura del mayor enemigo de El Espectador, había estado residiendo, también como clandestino, en el mismo edificio donde el periódico había insistido en no morir.