¿Es posible olvidar las marcas del secuestro?
La imagen quedó grabada en la memoria de las personas que veían la noticia de la liberación de 10 militares y policías secuestrados por las FARC. Un saíno caminaba detrás de uno de los secuestrados, por la pista de aterrizaje del aeropuerto de Villavicencio, como si se tratara de un perro domesticado. Era el 12 de abril de 2012 y José Libardo Forero, después de casi 13 años en cautiverio, recobraba su libertad al lado de “Josefo”, su mascota.
“Ese animalito fue todo para mí los últimos días del secuestro –dijo, Forero–. Hoy, la paradoja es que él está encerrado en un zoológico de Villavicencio y yo estoy libre”. Al poco tiempo de la liberación, por su naturaleza salvaje –y por el mismo bienestar psicológico de José Libardo–, las autoridades recomendaron trasladar el animal al Bioparque Los Ocarros, a tres kilómetros de la capital del Meta. Seis años después, José Libardo y “Josefo” se siguen viendo.
Pero el saíno no fue la excepción. Varios relatos sobre animales confirman lo que para muchos pueden parecer historias exóticas: la convivencia, durante años, con sapos gigantes, tarántulas grises y más grandes que una mano, culebras diminutas casi imperceptibles, hormigas arrieras y aves variopintas. Sin embargo, más que un paisaje de belleza exuberante, los animales también eran una amenaza letal. Incluso, la enfermedad más temida y más común entre los secuestrados –la leishmaniasis–, era ocasionada por la picadura de un zancudo. Es difícil escuchar un relato de la selva que no incluya una historia de dolor con esta afección. Las cicatrices en sus cuerpos también son una prueba de ello.
“A mí me dieron cinco llagas por culpa de la leishmaniasis”, dijo Julio César Buitrago, secuestrado por las FARC en Miraflores (Guaviare). Para poderme curar me tuvieron que inyectar 200 veces. Al final, me quería morir en la selva. Había días en los que lo único que yo hacía era pedirle a Dios que me llevara, que por favor parara ya ese sufrimiento. Fíjese, eso fue hace tantos años y aún hoy sufro taquicardias y tengo que tomar pastillas por culpa del tratamiento. Así lo quiera, estas cicatrices nunca me dejarán olvidar el secuestro”.
Estos son algunos relatos sobre la vida con los animales de la selva:
Relata: Julio César Buitrago
Relata: Julio César Buitrago
Relata: Julio César Buitrago
Relata: Jimmy Darío Plazas
Relata: Segundo Antonio Erira
Relata: Juan Carlos González
Relata: Julio César Buitrago
“Si usted orina en la tierra atrae a los animales, entonces lo que uno hacía era orinar en un tarro y luego lo botaba. Una noche yo tenía unas ganas de orinar terribles. No era capaz de aguantarme, entonces bajé mi piernita izquierda de la hamaca, cuando escuché ¡plashh!, juepucha, se cayó el tarro y dije: ‘No, ¿ahora yo qué hago? Aquí hay un animal’. Subí otra vez mi piernita y comencé a buscar en la hamaca una linterna hechiza que había hecho con un tarro. Allá hay un hijuemadre sapo que es como así de grande… y, claro, cuando yo me levanto con mi linterna, vi el hijuemadre sapo y se sopló. ¿Qué le toca hacer a uno? Retirarse, porque él, al sentir el peligro, bota leche venenosa, y si a uno le cae esa leche puede hasta perder una extremidad. Lo único que hice fue agarrarme del palo donde estaba amarrada la hamaca, y encontré una varita para darle a ese hijuemadre sapo. Tenía tanto miedo que no fui capaz de orinar. Esa noche se me hizo eterna. Eran las dos de la mañana y yo con esa vejiga así… no, juepucha, y nada… creo que la noche fue casi 24 horas hasta que por fin amaneció, y pude orinar”.
Relata: Julio César Buitrago
“El otro gran problema tiene que ver con el calor que uno produce en la selva, porque ese calor llama a las corales, que son unas culebras pequeñitas que si te muerden, dos horas después estás muerto. Entonces, cuando usted está durmiendo, la coral va y se le mete por debajo, se camufla bajo las hojas, y si usted se levanta por ahí a medianoche, descalzo, lo pica y ahí queda”.
Relata: Julio César Buitrago
“Después de una larga caminata por la selva, a la que llamamos la caminata de la muerte, vi un poco de costales tirados con mazorcas, y claro, todos muertos de hambre, nos tiramos a comer de esas mazorcas. Yo cometí el error de no revisar el costal sino que abrí y metí la mano. Resulta que había una araña que le dicen rayola. Es un poquito más grande que la mano de un hombre y es gris, totalmente lisa. Cuando yo meto la mano, ¡pran!, me clavó esa hijuepucha y me dejó dos punticos pintados y ese dedo se me puso así de grande, y me empezó a dar una cosa que le dicen la seca. Se me durmió todo el brazo. Fue hasta por la tarde que los guerrilleros me aplicaron una inyección de tramal, si no es por eso allá me muero por culpa de esa araña”.
Relata: Jimmy Darío Plazas
“Yo nunca había visto tanto mosquito como cuando nos tocó caminar por los lados de Fortul, en Arauca. Era impresionante. Vivíamos con el toldillo puesto porque no había otra forma de sobrevivir”.
Relata: Segundo Antonio Erira
Durante un tiempo mis compañeros de cautiverio me aislaron, porque hablaba mucho de la biblia, un guerrillero me había regalado una y así fue como conocí de Dios. Pensaron que yo estaba loco, porque hablaba solo o porque me iba por horas a ver cómo las hormigas hacían sus caminos. Las contaba una a una y las veía trabajar de un lado a otro. Fue tanta mi soledad, que hablaba con ellas. Les preguntaba por mi esposa, mis hijos y mi familia. Les hablaba como si fueran mis amigas.
Relata: Juan Carlos González
“Una vez llegó un perrito, que era de los viejitos de ahí de abajo. Lo llamamos Calimán; y ¿por qué quedó Calimán? Porque el perrito lo tenían allá los guerrillos y no hacía sino chillar, era un perrito chiquitico y chille y chille por las noches y allá lo tenían amarrado, y un día cualquiera se les soltó y el perrito pum entró precisamente al lado de la canchita y se quedó ahí parado mirando pa’dentro y como en ese tiempo jodían con las novelas por radio, entonces dije: ‘Llegó Calimán a rescatarnos’, y así quedó el perro. Entonces los guerrillos se lo llevaban y el perrito no se amañaba con ellos. Apenas se descuidaban, el perrito llegaba allá. A lo último optaron por dejarlo y una vez dizque lo iban a matar, porque el perrito se quedó con nosotros y del encierro no salía. A veces salía a hacer sus necesidades y volvía pa’dentro porque ya habían hecho el intento de matarlo, porque creían que nosotros estábamos entrenando el perro… ya no éramos 43 secuestrados sino 44. (...) Siempre que se repartía la comida le dábamos comida a Calimán, cada quien le daba la cucharada que quería. Hasta que el perro salió con nosotros y ¿quién se lo iba a llevar? y yo dije: ‘Pues Quintero, que tenía criadero de perros, que él se lo lleve’. El perro duró como tres años y luego lo mataron”.