¿Es posible olvidar las marcas del secuestro?
En las memorias del secuestro el sufrimiento es un paso obligado. Los momentos de distensión y las torturas físicas y psicológicas hacen parte de un mismo relato.
La casa queda en una esquina del barrio Finzenú de Lorica (Córdoba). Henry López, infante de Marina retirado, me esperaba frente a ella, sentado en una moto Honda con el casco en la mano. Cuando llegué, me saludó tímidamente, me hizo pasar a la sala y me ofreció una Colombiana. Nos sentamos en un mueble largo de cuero rojo. Su camiseta también era roja y el jean azul. La casa era de una sola planta, anchurosa y bien iluminada. Las paredes estaban pintadas con el azul de los hospitales de pueblo. A pesar del calor de mediodía, la casa se sentía fría. “Acá vivo solo. Mi señora y mis dos niños se fueron para el Putumayo hace varios meses”, y me señaló un cuadro en la pared con la fotografía de los tres.
Henry se crio en un ambiente campesino en otro barrio de Lorica, 6 de enero. Ingresó a la Armada Nacional en junio de 2005; en 2008 comenzó el curso de Infante Profesional y, dos años después, en mayo, fue secuestrado por la guerrilla de las FARC, en un potrero de Solano (Caquetá). Ese día vio morir a tiros a nueve compañeros. A Henry lo encadenaron como a un perro y lo hicieron caminar monte adentro. Fue el único secuestrado. En enero de ese mismo año había nacido Camilo, su primer hijo. Duró nueve meses en la selva. Tiempo corto, si se compara con los siete, diez o doce años que duraron otros militares y policías, pero para Henry fue el ingreso a un hoyo negro del que aún hoy, ocho años después, trata de salir.
Es como si la vida se le hubiera detenido a ras con la muerte. Aunque no le disgustan las preguntas directas sobre su secuestro, la conversación estuvo sometida a caminos inciertos: cuando le pregunté por la cotidianeidad en la selva o el encuentro con otros secuestrados, prefirió hablarme de las humillaciones a las que fue sometido, a veces repitió respuestas o se concentró únicamente en la caminata hacia el cautiverio: “Pasamos un río en canoa y caminamos por horas tratando de huir del Ejército –dijo–. Los primeros días no me daba tiempo ni de bañarme… nunca, nunca, permanecimos más de una semana en el mismo lugar. Siempre nos movíamos y siempre pensé que iba a morir, que me iban a matar”.
Nuestra conversación en Lorica fue meses después de los talleres de memoria con policías y militares secuestrados por la guerrilla y organizados por el CNMH en Bogotá, a finales de 2017. Henry se enteró tarde, pero insistió en que quería hablar. Necesitaba que lo escucharan. Y esa fue una necesidad compartida por las otras 15 personas que hablaron sobre lo que les partió la vida en dos.
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César Lasso, suboficial de la Policía retirado, fue uno de los últimos liberados de todo el grupo. Eso fue en 2012 y, a pesar de que han pasado más de cinco años, habló como si el secuestro hubiera sido ayer. Dio detalles y datos: “El 15 de septiembre de 2009 traté de fugarme”, “cuando escribíamos cartas a nuestras familias no podíamos mencionar nada sobre la selva ni los sonidos ni los animales ni las cadenas”, “a veces los guerrilleros ensayaban con nosotros sus cursos de enfermería y por las inyecciones mal puestas, nos dejaban peor”, “un día ellos nos obligaron a comer vísceras mal cocinadas y, claro, eso nos ocasionó un daño de estómago tremendo… nadie pudo dormir. A ese lugar lo bautizamos ‘cerro-mierda’”, “un rollo de papel higiénico tiene 225 cuadritos”.
César no es el único con un banco de historias en la cabeza. Julio César Buitrago, de la Policía Nacional, recordó una enfermedad que casi lo mata: “Me dieron cinco llagas en el cuerpo por culpa de la leishmaniasis. Eran tan grandes y profundas, que me podía meter el dedo meñique en ellas, pero pude sobrevivir después de 200 inyecciones”.
Fue como si pensar en el cautiverio, les afinara a todos la memoria. Casi ninguno le tuvo miedo a los recuerdos. Bastaba con que uno mencionara un lugar o un nombre para que contaran, entre todos, una anécdota. Pero solía pasar que, al mencionar los encadenamientos o la muerte de compañeros, los intentos de suicidio o el sufrimiento de sus familiares, tenían que parar y respirar hondo. El llanto hizo suspender algunos ejercicios. En esos momentos, los demás miraban incómodamente al piso. El dolor del recuerdo también era compartido.
Lucas Trujillo, secuestrado cuando tenía 20 años de edad, en la toma de Mitú (Vaupés), dijo que prefería no ahondar en el sufrimiento: “Yo puedo decir cuántos días estuve sin bañarme, cuántos días estuve sin comer; les puedo hablar de las 12 horas que duramos combatiendo a los 1.700 guerrilleros de las FARC, antes del secuestro, de los 18 muertos del domingo, pero no quiero”. Lucas prefirió hablar sobre su vida de niño indígena en un resguardo del Vaupés y las veces que su papá lo mandaba a pescar la comida del día. Ese silencio, por el tiempo que duró en la selva, fue como un mecanismo de defensa o una forma de escapar al dolor o una conciencia de algo en lo que insistió hasta el final: “El secuestro fue un tiempo muerto en mi vida”.
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Según el Observatorio de Memoria y Conflicto, del Centro Nacional de Memoria Histórica, se calcula que entre 1976 y 2017, las guerrillas de las FARC y el ELN secuestraron a 1.214 militares y policías (fecha de corte: 10/04/2018). A veces, los secuestros eran antecedidos por ataques a bases, largos combates o tomas sangrientas en lugares, que el país difícilmente sabía ubicar en un mapa: Las Delicias en Puerto Leguízamo (Putumayo); el Cerro Patascoy en Pasto (Nariño); El Billar en Cartagena del Chairá (Caquetá); Campo Dos en Tibú (Norte de Santander), Miraflores (Guaviare), Mitú (Vaupés) y Puerto Rico (Meta). Cada tanto, los periódicos y las revistas publicaban a doble página los rostros de los cautivos. Nacieron programas de radio exclusivos para ellos y sus familiares, y las manifestaciones sociales en contra del secuestro, se multiplicaron a lo largo y ancho de Colombia.
Pero, tal vez, la imagen que mostró la dimensión más cruel del secuestro la vimos en agosto de 2000. En ella aparece un grupo numeroso de hombres vestidos de verde, dentro de una jaula hecha en madera y alambres de púas. Todos tenían el rostro pálido y huesudo. Frente a ellos, con uniforme militar, boina negra y poncho blanco, caminaba y daba órdenes Víctor Julio Suárez, alias Mono Jojoy, comandante del Bloque Oriental de las FARC. Las imágenes fueron tomadas a 4 kilómetros del casco urbano de La Macarena (Meta), en un campamento llamado El Borugo, y le recordaron al país hasta qué punto de degradación había llegado la guerra: se trataba de más de 200 hombres encerrados y cenicientos, como si fueran imágenes de la Segunda Guerra Mundial.
Dentro de las jaulas, los secuestrados ingeniaban fórmulas para que todo pareciera normal: tenían rutinas de ejercicios físicos (algunos secuestrados del ELN, por ejemplo, fabricaron máquinas de gimnasio con la madera de los árboles caídos. Semanas después, los guerrilleros les ordenaron destruirlas, porque pensaron que se preparaban para una fuga masiva), se turnaban el aseo de los cambuches y los trastos, se reunían en horarios específicos a escuchar las noticias por la radio, algunas veces, si alguno era experto en manualidades o idiomas o geografía, organizaban una suerte de aula, pero sin pupitres, hacían planes para escaparse, torneos de microfútbol y, los más religiosos, buscaban alivio espiritual en grupos de oración y lecturas de la biblia.
Pero estaban simulando una vida soñada. En las noches, cuando solo escuchaban los sonidos de los animales y de las cadenas amarradas al cuello, las tristezas caían como punzadas o como latigazos al corazón. “Mi único deseo era que el Ejército nos bombardeara de una vez por todas, que las bombas nos cayeran en el campamento”, recordó José Libardo Forero, suboficial de la Policía, y agregó: “Un día llegó un recorte de la revista Semana con la foto de mi familia, y yo no los reconocí. Me puse a llorar. Tuve que leer el pie de foto para saber que se trataba de mis hijos. Habían crecido”. Una vez liberado, casi 13 años después, Forero tuvo que reconstruir la relación con su mujer y con sus hijos.
La historia del trauma familiar es algo común entre los ex secuestrados. “Cuando quedé libre y volví a casa, duré más de dos semanas encerrado –dijo Segundo Antonio–. No dormía y mi mujer no sabía qué hacer. Yo seguía con miedo de que me mataran y me tuvieron que medicar”. César Lasso, también hizo una confesión en ese sentido: “Lo único que yo no he podido superar de mis 13 años en la selva es haberme perdido la niñez de mis hijos. Ese es mi trauma”.
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En los talleres también participaron personas que, casi por accidente, se convirtieron en símbolos del secuestro. Julio César Buitrago, Raimundo Malagón y William Pérez, rescatados en El Guaviare en julio de 2008, por las fuerzas especiales del Ejército, en la denominada “Operación Jaque”. De los tres, William –secuestrado a los 22 años y que en algún momento fue conocido como el “enfermero de Íngrid Betancourt”– es el único que pidió la baja en el Ejército. Estudió psicología en la Universidad Minuto de Dios y se dedicó a trabajar con desmovilizados. Aunque ha contado su historia para documentales y conferencias en el exterior, insistió en que lo peor que les puede pasar a los ex secuestrados es que el país se olvide de que, aún hoy, una buena cantidad de ellos no ha superado esos años en la selva. “Yo conté con suerte, tal vez porque “La Operación Jaque” me dio más posibilidades y visibilidad, pero nosotros solo fuimos 15 –dijo–. El resto está invisible. Nadie sabe, por ejemplo, que algunos se suicidaron”.
Este año, en un reportaje del periódico El Tiempo titulado Las guerras interminables del soldado Alejo Durán , el doctor Charles Marmar, jefe de psiquiatría del Langone Medical Center de la Universidad de Nueva York, y quien ha estudiado el Trastorno de Estrés Postraumático (TEP), por más de 30 años, dijo que, por las carcaterísticas de la guerra en Colombia, al menos el 25 por ciento de las personas que vivieron combates o secuestros, tendría ese trastorno. Sin embargo, hace falta un estudio juicioso sobre el tema. El subdiagnóstico es la regla. El mismo reportaje hace referencia a un estudio del Hospital Militar en Colombia que encontró que “al menos 24 mil soldados activos” tendrían síntomas de TEP. Esto sin contar con los agentes retirados y los policías.
Juan Carlos González Pascuas, suboficial del Ejército, fue secuestrado en 1999 por el ELN en la Vereda La Palmita, municipio la Jagua de Ibirico, César.. Fue uno de los que menos participó en los talleres. Sin embargo, casi al final levantó la mano: “Ese tiempo en la selva es imposible recuperarlo –dijo–. A veces evito decir que estuve secuestrado, porque no me gusta que sientan lástima. Yo me volví más seco, como más rústico después de eso, pero la gente no entiende por qué. Tengo mi corazón herido”. Posiblemente, todas las historias de este especial pueden ser resumidas en esa última frase: la herida del secuestro es imperceptible, pero eso no significa que haya sanado.