Soy un sobreviviente de esa violencia absurda que nos tocó vivir en Colomboy, esa que no entendíamos y que causó tanto temor y tristeza en nuestra comunidad. Aquí perdimos muchas personas valiosas y por la dignidad de nuestro pueblo y de todas las víctimas hoy les cuento mi historia:
Yo nací en 1938 en la vereda Venado Arriba que pertenece al corregimiento Bajo Grande (Sahagún), en la finca Restán Venado. Para decirle que fui el menor de ocho hermanos por eso me crie pechichón, andaba con mi mamá para todas partes, como hasta los dieciséis años. Allí aprendí de la mano de ella las labores de la agricultura, la finca tenía ochenta hectáreas. En la finca teníamos trabajadores que tumbaban el bosque, hacían dos hectáreas de tierra y ya después sembrábamos arroz, maíz, yuca, batata, ñame espino, guandú, ahuyama, había de todo.
Restán Venado fue una herencia que le quedó a mi mamá del papá de ella, después que él murió fue que hizo la escritura y pagó diez años de catastro, porque en ese tiempo si uno vivía varios años en un predio baldío, tenía que pagar el catastro y ahí ya le daban escritura. Como en el año setenta y cinco, mamá repartió esa finca entre los hijos y se vino a vivir a Bajo Grande, cada cual vendió lo suyo y eso se acabó.
Recuerdo que el 27 de noviembre de 1957 nos fuimos a vivir con Abigail y cuando ya tuvimos todos los hijos nos casamos aquí en Colomboy, eso fue en el ochenta. En ese mismo año, compramos la casa. Nosotros tuvimos doce hijos, siete mujeres y cinco hombres. Ellos son Julia, Nelly, Neila, Aidé, Orfelina, María, Manuela, Héctor, Nicolás, Tomás, Julio y Eustorgio.
De allá donde nací y me crie nos vinimos pa’ una finquita aquí cerquita de Colomboy, a una parcelita que se llamaba Puente Grande, en la finca Maraña. Ahí duré 22 años trabajando, eran veintiocho hectáreas y por ahí como en el ochenta y siete las vendí, ese fue el error más grande de mi vida: haber vendido las tierras. Nunca le dije a nadie, pero yo tenía mala vida con un vecino, pues él tenía como cuarenta carneros y se pasaban a los predios míos a comerse los cultivos. Eso me decepcionó y yo decidí salirme de ahí, pero el pago que recibí fue en ganado y por una peste loca que hubo aquí se murió una cantidad y el resto no me lo querían recibir, con eso no me fue muy bien.
Con el dinero que me quedó empecé a prestarlo a interés en Sahagún, ahí sí me fue mal, porque la gente luego no quería pagar. Después de eso lo que trabajé en el campo fue un poquito, lo mío era la agricultura, entonces le renté ocho hectáreas a José Miguel Mercado acá en Colomboy para un cultivo de maíz y yuca.
Esa fue la última vez que pude sembrar, pero el cultivo se perdió, porque cuando mataron a Juan Nisperuza ya yo quedé lesionado. Ese día yo me encontraba con Juan Nisperuza afuera de la droguería, estábamos sentados cuando unos hombres armados llegaron a buscarlo y le dispararon, en medio de los disparos a mí me hirieron la pierna. Cuando eso, yo había hecho un préstamo al Banco Agrario, pero tuve que salir volado para Medellín a recibir tratamiento médico, al volver ya no encontré nada; todo se perdió. El cultivo se lo comió el ganado del mismo dueño de las tierras. Después tuve que pagar la plata al banco.
En Medellín, estuve veintidós días hospitalizado y decían los médicos allá que yo estaba vivo de vaina, porque las venas de la pierna estaban destrozadas y se fueron los coágulos de sangre a los pulmones. La recuperación duró seis meses, mientras tanto me quedé en Medellín, porque allá viven siete de mis hijos. Pero no me recuperé del todo, yo no puedo trabajar, no me puedo agachar, me tengo que quedar sentado en el fresco, sino parece que me estuviera ahogando.
A diferencia mía, mis hijos y nietos no se dedicaron a la agricultura; a la juventud ya no le interesa el campo y buscan otras oportunidades. Héctor, o “Pacho” como le decimos cariñosamente, es uno de mis hijos mayores; él fue el primero en irse a estudiar a Montería, allá estuvo en la Universidad del Sinú. Ahora es Licenciado en Lenguas Modernas y trabaja en Montelíbano. Cuando Héctor se graduó fuimos con Abigail a Montería a acompañarlo y luego le hicimos una fiestecita acá en Colomboy con todos los amigos.
¡Qué suerte tengo yo!, a pesar de las lesiones que me quedaron desde el balazo, aún puedo reunirme todos los fines de año con mis 12 hijos, 39 nietos y 17 bisnietos. En diciembre, todos vienen a visitarnos y la casa se llena de alegría.