Recorridos por los paisajes de la violencia en Colombia

Zona de piedemonte

El Salado y la resignificación de los lugares de la violencia

Por: Andrés Suárez

El Carmen de Bolívar no solo tiene el mayor número de habitantes de la región de los Montes de María sino que es el epicentro económico, político y cultural de la región, el principal centro de acopio de la producción de tabaco y el nodo de los principales ejes viales del territorio por los cuales circulan las importaciones y exportaciones de los puertos sobre el mar Caribe (Troncal de Occidente, Troncal del Caribe y Troncal de Oriente). Allí está ubicado el corregimiento El Salado (departamento de Bolívar), a tan solo 19 kilómetros de la cabecera municipal hacia el suroriente del municipio en el piedemonte de la zona montañosa de los Montes de María. El Salado fue un pueblo próspero en razón de la bonanza tabacalera de los años setenta y ochenta. Su ubicación estratégica para los intercambios económicos también lo fue para las lógicas de la guerra, pues desde El Salado se tiene salida hacia los cuatro puntos cardinales de la región de los Montes de María, a saber, Zambrano en el norte, El Carmen de Bolívar en el occidente, Córdoba en el oriente y Ovejas en el departamento de Sucre hacia el sur.

La expansión territorial de las FARC en los años noventa hacia la región de los Montes de María priorizó la ocupación de los territorios dejados por la guerrilla del EPL luego de su desmovilización el 1 de marzo de 1991 y luego por la Corriente de Renovación Socialista, disidencia del ELN, en el año 1994, cuyo antecedente de presencia en el territorio había sido el MIR-Patria Libre, movimiento que luego se uniría al ELN en los años ochenta dentro de la ampliación del movimiento armado como Unión Camilista ELN.

Tabacalera en El Salado. Andrés Suárez para CNMH, 2008.

Las FARC convirtieron el corregimiento El Salado en una de las principales zonas de retaguardia estratégica por su posición en el piedemonte de la zona montañosa de los Montes de María y las ventajas estratégicas para la movilidad de la fuerza guerrillera en distintas direcciones en la región. Fue así como el comandante de las FARC en la región, alias Martín Caballero, decidió instalar por varios años su principal campamento guerrillero en la hacienda Las Yeguas en cercanías del corregimiento El Salado, a lo que se suma su movilidad casi exclusiva entre El Carmen de Bolívar y Zambrano, área limítrofe en la que finalmente fue dado de baja luego de un bombardeo el 25 de octubre de 2007.

Las masacres de El Salado de 1997 y 2000 responden a la entrada de las AUC a Montes de María. Ambas masacres se inscriben en una sucesión de eventos violentos de los cuales hacen parte el desplazamiento forzado masivo del corregimiento Mampuján, las masacres de Las Brisas, Chengue, Macayepo y Plan Parejo, entre otros eventos violentos de grandes dimensiones que se perpetraron en la región, todos ellos ocurridos en la zona del piedemonte o zona montañosa de los Montes de María.

Esta lógica de vaciamiento del territorio determinó los repertorios de violencia de los grupos paramilitares, haciendo que la escenificación pública de la violencia fuese central para marcar los territorios y hacerlos inhabitables, forzando el desplazamiento masivo y marcando con terror los espacios públicos para quienes optaban por quedarse o para quienes retornaron.

El Salado fue el escenario de dos masacres en el marco del conflicto armado, una el 23 de marzo de 1997 y la más reconocida entre el 16 y el 21 de febrero de 2000. Si bien sus dimensiones son diametralmente distintas, una tuvo 4 víctimas fatales y una persona desaparecida y la otra registró 60 víctimas fatales (38 en el corregimiento El Salado y su área de influencia), ambas tienen como común denominador su ocurrencia en el espacio público y la victimización de los liderazgos comunitarios. 

Para entender cómo la violencia en el espacio público tiene el efecto devastador de deshabitar o habitar condicionadamente un territorio, lo primero que debe desentrañarse es cómo se construye ese espacio público, cuáles son los significados sociales y culturales que encarnan estos espacios y cómo se erige sobre ellos el universo simbólico y material de una comunidad que al ser violentada devastan material y simbólicamente el territorio que se ha habitado y que se ha construido socialmente como el mundo conocido y que soporta la existencia.

Tabacalera en El Salado. Andrés Suárez para CNMH, 2008.

La primera masacre ocurre el 23 de marzo de 1997. El lugar de los hechos es el Parque 5 de Noviembre ubicado en el barrio Abajo, epicentro de la vida económica del pueblo en tanto que las bodegas de las empresas tabacaleras se ubicaban en torno al parque y con ella el comercio de bienes y servicios que se había desarrollado con la bonanza tabacalera. De hecho, el Parque 5 de Noviembre es una iniciativa de Julio Torres, uno de los representantes de las empresas tabacaleras del corregimiento, que contaba con una bodega justo frente al lote que luego sería el Parque 5 de Noviembre. En la misma cuadra quedaba ubicada la bodega de Alejandro Duarte e Hijos y una bodega más en donde hoy en día funciona el Puesto de Policía. Alrededor de las bodegas se encontraban los principales almacenes y comercios del pueblo.

Parque principal de El Salado. Andrés Suárez para CNMH, 2008.

El parque principal dispone de cuatro bancas y jardines alrededor de la imagen en el centro de la Virgen de Las Mercedes que está cubierta con una hoja de tabaco, marca con la cual se conecta el origen del espacio público con la bonanza tabacalera.

La masacre se desarrolla con la irrupción del grupo paramilitar en el pueblo y su recorrido por el mismo para obligar a todas las personas a dirigirse al parque principal. Esta acción buscaba escenificar públicamente la violencia, más aún con el asesinato de una líder comunitaria y maestra quien veinte días antes había desafiado la orden de los paramilitares de cerrar los comercios del pueblo. La profesora Doris Torres fue arrastrada desde su casa hasta el parque principal y pretendía ser asesinada en presencia de todos, pero dicha acción devino en una masacre cuando tres habitantes intentaron impedir su asesinato forcejeando con los perpetradores, resultando asesinados. La maestra finalmente fue asesinada junto con los tres hombres que intentaron oponerse a su crimen, luego de lo cual los perpetradores se llevaron consigo y desaparecieron al entonces presidente de la Junta de Acción Comunal Álvaro Pérez Ponce. Antes de irse, los paramilitares quemaron uno de los almacenes más grandes del pueblo ubicado diagonal al parque principal, propiedad de la señora Ana Caro.

Las marcas de terror que se imprimen en el espacio público construido alrededor de la bonanza tabacalera no solo provocan el desplazamiento forzado de sus 7.000 habitantes sino que marcan el fin de la prosperidad tabacalera del corregimiento, pues las empresas cerraron definitivamente sus bodegas en el corregimiento El Salado. El cierre de las bodegas ponía fin a la prosperidad de la economía tabacalera porque este era el único corregimiento en la región en el que las empresas habían dispuesto bodegas para el acopio, la selección, el alisamiento y el prensamiento de tabaco para su exportación, lo que significaba que todo el proceso de valor agregado del producto implicaba mayores fuentes de empleo para los habitantes de la región e implicó, en el caso de El Salado, la contratación de mano de obra femenina.

De los 7.000 habitantes que se desplazaron forzadamente, solo 4.000 retornaron tres meses después. Este retorno supuso un desplazamiento del espacio público, pues las marcas del terror que pervivían en la memoria de quienes sobrevivieron y el cierre de las bodegas tabacaleras, impidieron volver a habitarlo y restituir sus significados sociales, económicos y culturales.

El retorno en algún modo marcó un nuevo comienzo. Los habitantes decidieron habitar un nuevo espacio público a tan solo cien metros del Parque 5 de Noviembre. El lugar en el que se rehace el espacio público es una explanada ubicada en el Barrio Medio, a la entrada del pueblo por la carretera que comunica con El Carmen de Bolívar. En el marco de esa explanada se ubica la iglesia del pueblo a un costado, junto a los pozos La Trampa y El Pindán, la casa de la cultura al otro y en el centro la cancha de microfútbol. La casa de la cultura y la cancha de microfútbol hacen parte de las intervenciones comunitarias que buscan reconstruir y repotenciar ese nuevo referente de espacio público.

La construcción de la cancha de microfútbol por parte de la Junta de Acción Comunal con el liderazgo de su presidente Luis Pablo Redondo, quien será asesinado en esta misma el 18 de febrero de 2000, creó las condiciones para el uso del nuevo espacio público, pues garantizó mediante la práctica del fútbol que los habitantes del pueblo se congregaran alrededor de los eventos deportivos, pero también proveyó una infraestructura comunitaria para la realización de las fiestas y las reuniones comunitarias, teniendo en cuenta además que la casa de la cultura era aledaña a la cancha y con eso se garantizaba un espacio para las actividades culturales.

Parque principal y cancha de El Salado. Andrés Suárez para CNMH, 2008

La cancha permitió que los habitantes concurrieran masivamente a ese nuevo espacio público en función de los eventos deportivos y culturales, y también permitió reforzar los lazos de identidad con el territorio pues los pozos de agua, La Trampa y El Pindán, hacen parte de los hitos fundacionales del corregimiento ya que su construcción en el siglo XIX marcó el inicio del poblamiento de la cabecera del corregimiento. De ahí que a su lado se haya construido la iglesia del pueblo.

Este nuevo espacio resignificado rescató en la memoria colectiva uno de los símbolos de su prosperidad económica, como son las corralejas, las cuales se llevaban a cabo en la misma explanada. El ocaso de la bonanza tabacalera impidió volver a realizarlas, siendo este uno de los símbolos de prestigio y status de los pueblos, ya que solo los pueblos económicamente boyantes pueden organizar para sí una corraleja.

En esa reinvención del espacio público y el dinamismo impreso por la construcción de la cancha de microfútbol, un regalo de la naturaleza adornó el nuevo espacio, un árbol de pipirigallo que floreció espontáneamente producto de un arroyo que atraviesa el pueblo en las temporadas de lluvias. El pipirigallo quedó al lado de la cancha de microfútbol como acompañante de la reinvención del espacio público tras la masacre del 23 de marzo de 1997.

La intensificación del conflicto armado y el asedio permanente de las FARC, los grupos paramilitares y las Fuerzas Armadas marcaron la cotidianidad del pueblo de El Salado entre 1997 y 2000. La masacre volvió al pueblo de El Salado en el año 2000. Empezó el 16 de febrero en la vía hacia El Carmen de Bolívar con un despliegue simultáneo de los paramilitares para cercar y “atenazar” el corregimiento El Salado, al cual llegaron el 18 de febrero y en el que permanecieron hasta el 19, terminando el 21 mientras se replegaban totalmente del territorio.

La masacre tuvo muchos momentos y muchas víctimas, pero los hechos más atroces se concentraron en la cancha de microfútbol el 18 de febrero. Al igual que en la masacre del 23 de marzo de 1997, los paramilitares sacaron a todos los habitantes del pueblo y los obligaron a concentrarse en la cancha de microfútbol. Los hombres fueron ubicados en la cancha y las mujeres en las escaleras de la iglesia. El repertorio del horror se desplegó en expresiones inimaginables que fueron desde el asesinato del presidente de la Junta de Acción Comunal Luis Pablo Redondo en la cancha de microfútbol, pasando por la realización de un sorteo para matar a tres víctimas, siguiendo con el ahorcamiento de la madre comunitaria Rosmira Torres, madre de Luis Pablo Redondo, continuando con el toque de los instrumentos musicales de la casa de la cultura con cada muerto, hasta el asesinato público de mujeres y adultos mayores en la cancha de microfútbol y el empalamiento de Neivis Judith Arrieta en el árbol de pipirigallo junto a la cancha.

Fotos: Andrés Suárez y Reinaldo Urueta

Al igual que en la masacre del 23 de marzo de 1997, la masacre del 18 de febrero de 2000 volvió a perpetrar el horror sin límites frente a íconos de la religiosidad que son vistos por las personas y las comunidades como símbolos de protección y referentes básicos que sostienen la existencia. En la primera fue la virgen de Las Mercedes, en la segunda el templo católico, de cuyas escaleras fueron sacadas a la fuerza Rosmira Torres y Neivis Judith Arrieta.

Cuando los paramilitares se replegaron del territorio e hizo presencia la fuerza pública, todos los habitantes de El Salado se desplazaron y abandonaron su pueblo. Un nuevo pueblo deshabitado se sumaba a la lista interminable de los tantos que habría en la región de los Montes de María.

La masacre arrasó simbólica y materialmente el universo que habían reconstruido las personas sobrevivientes de El Salado. El espacio público para la reunión, para el esparcimiento, para el encuentro, se convirtió en espacio de muerte y símbolo de una atrocidad imborrable, innombrable e invivible. El árbol de pipirigallo, el regalo de la naturaleza, ahora yacía manchado por la muerte y la atrocidad sexual que se había perpetrado a sus pies, bajo su sombra.

El pueblo quedó abandonado por dos años, tiempo después del cual no más de cuatrocientos habitantes decidieron retornar el 20 de febrero de 2002. La naturaleza lo había cubierto todo, como cubriendo con su manto tanta atrocidad, tanto dolor y tanto miedo. Los salaeros decidieron nuevamente volverlo a la vida, asumiendo el trámite innombrablemente difícil de qué hacer con los espacios marcados por el terror y cómo construir una cotidianidad en medio y con ellos.

El dilema moral que han vivido las personas sobrevivientes de El Salado luego del retorno oscila entre rehabitar o deshabitar el espacio de la cancha de microfútbol, reconocer que las marcas del horror lo hacen inhabitable y avanzar a una monumentalización en la que solo prevalezca la contemplación como homenaje a la sangre derramada por las víctimas, o resistir devolviendo su significado a la cancha, renaturalizando su función y su uso, y más recientemente, volver a habitarla porque ese sería un tipo de homenaje que honraría la memoria de Luis Pablo Redondo, quien gestó y materializó el proyecto junto con la Junta de Acción Comunal.

Todas las posturas sobre los lugares del horror circulan por medio del rumor, siempre en voz baja, fuera de la esfera pública, en ámbitos privados, sin que ni una ni otra se elabore ni se comparta discursivamente en la esfera pública.

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    El Salado

    Cancha de microfútbol.
    Andrés Suárez para CNMH, 2008

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    Cancha de microfútbol intervenida.
    Andrés Suárez para CNMH, 2012

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    El Salado

    Cancha de microfútbol intervenida.
    Andrés Suárez para CNMH, 2013

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Fotos: Andrés Suárez

La cancha de microfútbol volvió a utilizarse como espacio de esparcimiento por parte de los niños y niñas luego del retorno, no por los jóvenes ni los adultos, quizás porque los segundos evitaban contar la historia de horror a los primeros, por eso su uso no se elaboraba discursivamente en sus sentidos, ni se cuestionaba porque eran niños y niñas jugando. Ahora bien, para volver a la fiesta en ese espacio público o reanudar los eventos deportivos pasaron cinco años, pues solo hasta 2007 la comunidad decidió volver a celebrar las fiestas de San Juan en el mes de junio, además de las fiestas patronales de la virgen de Las Mercedes, patrona del pueblo, en el mes de octubre. El dilema sobre si volver o no a las fiestas giraba en torno a la cuestión moral sobre cómo seguir viviendo sin deshonrar a los muertos. Cómo recuperar la fiesta, que hace parte de la identidad colectiva, sin que se cuele la culpa que lleva consigo el recuerdo del uso de los instrumentos musicales en la perpetración de la masacre. Se decide vivirlo como un acto de resistencia, pero sin elaboración ni comunicación discursiva ante los otros, ante quienes piensan distinto, ante quienes optan por la contemplación para no olvidar a los muertos.

Parque principal de El Salado © Jesús Abad Colorado, 2009.

Las fiestas volvieron a la cancha de microfútbol en medio de este dilema moral, una comunicación interrumpida entre quienes piensan cómo rehabitar desde la resistencia o deshabitar desde la honra a las víctimas, todo sin elaboración y enunciación discursiva para construir colectivamente un significado compartido. La cancha vuelve a utilizarse para la fiesta en medio de esta tensión solo después de que en el año 2006 el padre Rafael Castillo lidera la iniciativa por construir un monumento a las víctimas en el predio diagonal a la cancha en el cual fueron enterradas en fosas comunes algunas de las víctimas de la masacre.

Cuando se erige el monumento a las víctimas, el dilema moral se consideraba parcialmente superado por la diferenciación espacial entre la resistencia y el dolor, entre el lugar donde se resiste y el lugar donde se honra, pero sin que ni uno ni otro se elaborara discursivamente. Una mujer condensa con mucha fuerza las limitaciones de esta aparente solución cuando afirma que ella intentaba bailar en la cancha durante una fiesta pero que de vez en cuando tenía cercanía visual sobre el monumento y que eso le recordaba dónde estaba bailando, y que al final no pudo con el dilema moral y decidió irse.

Monumento a las víctimas. María Luisa Moreno Rodríguez para CNMH, 2010.

A este esfuerzo de rehabitar los espacios del terror como expresión de resistencia se ha sumado decididamente el Colectivo de Comunicaciones Montes de María, quien bajo el liderazgo de Soraya Bayuelo organizó varias exhibiciones de productos audiovisuales en la cancha de microfútbol como un medio para rehabitar el espacio y volver a tejer las sociabilidades perdidas por la guerra. Estas estrategias para rehabitar el territorio animaron a algunas personas a restituir el significado de los espacios y sus usos sociales como acto de resistencia -mientras que otras no cambiaron de postura sin con ello colisionar con la iniciativa del Colectivo de Comunicaciones- pues habitar el espacio desde la exhibición de una película o un documental no era visto como una afrenta a la dignidad de las víctimas, era un acto de ocupación respetuosa y digna del espacio.

Las tensiones se reeditan una y otra vez cuando se trata del uso del espacio como lugar de encuentro para la fiesta, uno de cuyos momentos más tensos se vivió con motivo de la inauguración de la Casa de la Cultura construida con el apoyo de una alianza público-privada, cuando el acto principal fue un concierto del artista Carlos Vives en la cancha de microfútbol en el año 2012, aclarando que el mismo fue con niños, niñas y adolescentes de El Salado.

Fotos: Andrés Suárez y Reinaldo Urueta

Un punto de quiebre del dilema comunitario se vivió con ocasión de la conmemoración de los 11 años de la masacre el 18 de febrero de 2011. En el marco de las transformaciones del espacio público que suponía la construcción de la nueva Casa de la Cultura, algunos sectores de la comunidad que consideraban que deshabitar y monumentalizar la cancha de microfútbol era una deuda con la dignificación de la memoria de las víctimas, optaron por realizar un ritual de lavado simbólico y material de la sangre de sus víctimas, sucedido del desmonte de los arcos y los aros de la cancha, dejando en su lugar una plataforma de cemento como homenaje a las víctimas. Esta modificación incluyó a su vez la remoción del árbol de pipirigallo aledaño a la cancha, pues el mismo ya había muerto hacía algunos años y en cualquier momento colapsaría.

El adiós del árbol de pipirigallo no estuvo exento de múltiples resignificaciones sobre su muerte, asumidas por unos como consecuencia del abandono del pueblo y por otros como consecuencia de la atrocidad perpetrada contra Neivis Judith Arrieta bajo sus pies el 18 de febrero de 2000. Los primeros ponen su énfasis en que los arroyos que cruzan el pueblo en la temporada de lluvias generaron una erosión que expuso sus raíces y que eso lo secó, así que la imposibilidad de habitar el pueblo en ese periodo impidió prodigarle los cuidados que requería para no morir. Los segundos ponen su acento en que la marca de la muerte contaminó al árbol y lo mató, porque era imposible que germinara la vida, que un árbol floreciera, si a sus pies se había quitado la vida, si a su sombra se había despojado la dignidad. El árbol no pudo con la infamia, el árbol muere porque el horror lo mató. A pesar de sus énfasis diferenciados, ambas representaciones coinciden en que el regalo de la naturaleza que encarnaba ese árbol fue una víctima más de la masacre, como si ese día no solo hubiesen muerto los hombres y las mujeres sino también una parte de la naturaleza.

Los árboles se han convertido en símbolos potentes de la memoria, pues el árbol de pipirigallo que se murió y luego se cortó, desapareció material pero no simbólicamente, y eso ha sido gracias a una iniciativa de memoria de las mujeres víctimas de violencia sexual en El Salado. Ella, con el acompañamiento de la periodista Jineth Bedoya, ha recorrido todo el país organizando marchas con el mapa de la violencia sexual en el marco del conflicto armado como parte de una estrategia de denuncia que busca reconocimiento, dignificación y prevención. Una de las primeras marchas tuvo lugar en el corregimiento El Salado en el año 2015 y la misma culminó con la instalación de una placa conmemorativa a la sombra de un árbol en homenaje a las víctimas de violencia sexual.

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    El Salado

    Árbol campano. Reinaldo Urueta para CNMH, 2017

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    El Salado

    Placa a las mujéres de los Montes de María. Reinaldo Urueta para CNMH, 2017.

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    El Salado

    Placa a las mujéres de los Montes de María. Reinaldo Urueta para CNMH, 2017.

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Fotos: Reinaldo Urueta

El árbol es un campano sembrado en el centro del nuevo espacio público del corregimiento El Salado ubicado en la zona de quioscos de la parte posterior de la nueva Casa de la Cultura construida mediante una alianza público-privada en el marco de las acciones de reparación colectiva para la comunidad de El Salado desde el año 2009. El campano está en el centro de ese espacio público emergente que se ubica en la parte posterior de la Casa de la Cultura en un sentido diametralmente opuesto al espacio público anterior erigido por la cancha de microfútbol que estaba delante de la casa de la cultura. Ese campano simboliza no solo el horror sino la resistencia, reivindica a la naturaleza como proveedora de la vida pero también es símbolo de esperanza. El pipirigallo muerto vive simbólicamente en el campano vivo en dos historias entrelazadas, unidas por el mismo crimen, unidas por el mismo nombre en algún sentido, pero diferentes en el significado de esperanza, lucha y resistencia que se construye en torno al campano.

¿Por qué unidas en el mismo crimen y hasta en el mismo nombre? Sus protagonistas son distintas, una es Neivis Judith Arrieta, la otra es Yirley Velasco. ¿Qué tienen en común los crímenes padecidos? Ambas fueron víctimas de violencia sexual. ¿Por qué comparten su nombre si son dos protagonistas distintas? Porque Yirley fue atacada al ser confundida con Neivis Judith Arrieta, así que en cierto modo vivió lo que los perpetradores habían planeado para Neivis, a quien acusaban de ser la novia de uno de los comandantes guerrilleros de la zona. Si Neivis fue empalada públicamente en el árbol de la cancha, Yirley fue víctima de un abuso sexual colectivo en un espacio privado, fuera de la vista de todas y todos, pero el árbol aparece en su historia porque ella se aferró a ese árbol para que los paramilitares no se la llevaran. Sus fuerzas fueron doblegadas, fue llevada a un espacio privado y allí fue violentada con ferocidad, confundida con otra persona, la misma que murió dos veces en dos cuerpos distintos. Pero Yirley no olvida el acto de aferrarse a ese árbol como símbolo de su resistencia, porque hoy se aferra a él como lo ha hecho a la vida desde el día en que decidió narrar su historia y luchar por su dignidad. Ese árbol no murió, volvió a florecer, simple y llanamente porque la vida lo abrazó, porque la resistencia y el coraje de Yirley le dio la vida que necesitaba para contar una historia, para que a sus pies y a su sombra se hiciera memoria.

Luego de 17 años de perpetrada la masacre del 18 de febrero y tras 20 años de la masacre del 23 de marzo, los salaeros siguen repensando y reelaborando sus espacios públicos, antes había sido la Casa de la Cultura lo que puso en el centro del debate la recuperación o no de la cancha de microfútbol, ahora será la Casa de la Memoria que se ha venido discutiendo comunitariamente y que apunta a resignificar un lugar que se monumentalizó pero que no por ello superó la culpa y el dolor que arrastraba toda la comunidad por la pervivencia de una fosa común en el centro del pueblo.

La exhumación de la fosa común, la entrega digna de los restos de las víctimas y los rituales funerarios por quince años aplazados, ponen a la comunidad frente a una nueva discusión sobre cómo resignificar el lugar de la fosa común con la construcción de la Casa de la Memoria, y el centro del debate una vez más ha sido si el lugar debe ser de contemplación y monumentalización o si debe ser en cambio un lugar que se habita y que se vuelve memoria viva. Por lo menos hasta 2015 el debate había reconocido la necesidad de ampliar el campo de la memoria más allá del cómo habían matado a las víctimas para reconocer quiénes eran, exaltar su humanidad y reivindicar su dignidad sobre la narrativa del horror que les quitó su rostro y su ser, de la narrativa del horror a la de la resistencia, del dolor a la esperanza, y de la memoria de los vivos que reconoce el sufrimiento y la dignidad del sobreviviente sin por ello deshonrar la memoria de los muertos.