Las mujeres de la Organización de las Madres de Víctimas de los Falsos Positivos (Mafapo), junto a Luis Fernando Borja —compareciente de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)— y la artista Pilar Meira, crean una obra que busca hacer visibles los nombres de la mayor cantidad posible de víctimas del conflicto armado en Colombia. Crónica de un encuentro estremecedor y restaurador.
Debe ser la casa más linda de esa cuadra de la localidad bogotana de Barrios Unidos. Esa mañana del miércoles está custodiada por unos escoltas, aunque no lo parece. Unos jardines verticales ocultan el taller de arte y la terraza cuidadosamente restaurada y ambientada con bancas de madera y piedras lisas. También ocultan la reunión entre siete mujeres y un hombre que se sientan juntos alrededor de la mesa del comedor.
—¿Y le ha dado paz? —le pregunta una de ellas al hombre.
—¡Uffff! Esto me roba todo el tiempo —responde él.
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Luis Fernando Borja es compareciente en la JEP. Esa mañana bogotana está rodeado de siete mujeres. Seis de ellas pertenecen a Mafapo, la asociación fundada por las madres de las víctimas de falsos positivos de Soacha que toman café mientras lo escuchan. Él, coronel en retiro, comandante y subcomandante de la Fuerza de Tarea Conjunta de Sucre, en Toluviejo, sabe de las 60 ejecuciones extrajudiciales que ordenó y ejecutó. Sobre eso les habla.
—¿Por qué hacía eso? —pregunta una mujer de ojos tristes, como todas las otras mujeres que están allí. Suelta una lágrima.
—Porque lo aprendí en el Ejército —responde él, en apariencia tranquilo. Usa sus manos para acentuar, señalar… como si así recordara mejor—. Esto que estoy diciendo me está costando muchísimo.
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Borja está sentado allí porque Jacqueline Castillo, la representante legal de Mafapo, se lo pidió. Ella lo escuchó en una audiencia que transmitió la JEP; lo escuchó hablar sobre lo que hizo, sobre sus convicciones de entonces, sobre lo que lo movía, y vio algo en él que les hacía falta a ella y a las mujeres de Mafapo: sinceridad por parte de los victimarios. Jacqueline por fin vio a un compareciente que aportaba a la verdad y lucía atribulado por sus acciones. Así que fue a la JEP, pidió su número y lo contactó.
—Cuando yo era subteniente y asesinaba personas, en ese tiempo no las presentaba como bajas en combate… quedaban a la vera del camino. Era 1987.
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«Hay que involucrar a los comparecientes», dice Jacqueline. Por eso llamó a Luis Fernando, como prefiere que lo llamen, como lo reitera una y otra vez. Lo invitó a esa jornada, a esa casa-taller, y él responde las preguntas de las mujeres que lo rodean.
—¿Y alguna vez pensaron que iban a estar sentados con estas mujeres que les dañaron la vida, que les dañaron las carreras? Cuando fue al revés: ustedes nos hicieron trizas.
—Nosotros nos creíamos dioses con uniforme. Nunca pensé que esas personas tuvieran familia.
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Luis Fernando dice que él fue «el traidor del Ejército». Se acogió a la JEP y tuvo contacto con la Comisión de la Verdad, entidad donde habló durante casi un mes y donde solicitó tener contacto con sus víctimas: primero contactaron a María Margarita Flórez Pineda, quien organizó a las madres de Toluviejo. Luego de recibir apoyo psicosocial durante casi un mes, los familiares de las víctimas asistieron a un evento privado con él: fueron dieciocho personas de diez familias. Después vino el encuentro público y la idea de hacer un proyecto productivo en conjunto, entre las víctimas y el compareciente, más allá de «los trabajos, obras y actividades con contenido restaurador-reparador (Toar)» que deben realizar algunos comparecientes ante la JEP.
Hilando la Rueca es una fundación que nació de esa iniciativa y que se convirtió en uno de los Toar acogidos por la JEP. Luis Fernando es el único compareciente que hace parte de la fundación: los demás son personas que trabajan por la defensa de los derechos humanos.
—¿Por qué habló?
—Por mi familia.
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«Yo sabía lo que había hecho. Yo recojo a mi papá y a mi mamá y les dije. Luego a mis hijos y a mi señora de ese momento. Siempre tuve ese peso», dice Luis Fernando. Luego vino el divorcio, el exilio de sus hijos, los perdones difíciles, las lágrimas insuficientes.
—«Buena, Borja. Este mes le corresponden cinco». Era un concurso, el que quedara de primero… Y todas las noches, el comandante Montoya hacía el ranking de los diez primeros para poder ascender. «Faltan dos para quedar de primeros. Esta noche haga dos». Y yo se los hacía…
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«Ahora hay que cerrar el círculo», dice Pilar Meira, una artista que parece tener siempre el delantal puesto, anfitriona de esa casa-taller con jardín encantador. Frente a una mesa llena de cerámicas pintadas con acuarelas de diferentes colores, nombradas por las diferentes regiones de Colombia, dice que «era un tema» que le «taladraba la cabeza». El objetivo era crear una obra basada en el sistema braille, para hacer «visible lo invisible».
Pero no podía ser una obra individual, en solitario. Debía hacerlo con quienes estaban conectadas con eso que quería revelar: los asesinados y desaparecidos. Por eso lo hizo con las mujeres de Mafapo, tantas veces manoseadas, tan instrumentalizadas y llenas de viajes en su agenda de búsqueda constante de verdad.
—Los fiscales nos decían: «Dejen eso, eso fue hace mucho tiempo. No podemos meter a tanta gente a la cárcel» —dice Luis Fernando.
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Hace dos meses, finalmente, Meira y Mafapo empezaron a trabajar juntas. Las mujeres de la organización ya tenían la idea de un memorial, así que la artista les propuso conceptualizarlo: hornear a mil grados una placa que lleva impresa, en braille, el nombre de la persona asesinada o desaparecida. Cada placa está pintada según la región donde ocurrió la desaparición o el asesinato: hay gamas de color para cada teritorio; por ejemplo, la Orinoquía va pintada de tonos rosáceos y morados. Las placas pintadas cubrirán once muros de 7 × 9 metros en el Museo de Memoria de Colombia, que actualmente construye el Centro Nacional de Memoria Histórica.
—¿Alguna vez le llegó a perdonar la vida a alguien?
—No, yo de verdad fui muy malo.
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El braille se mueve en casillas. Se escribe el nombre de la persona en una hoja cuadriculada y luego el patrón se traslada a unos moldes de cerámica. Son las madres, las hermanas y las hijas quienes escriben, con puntos que suben y bajan, los nombres de aquellos que extrañan. Luis Fernando escribe el de una de sus víctimas.
—¿Y por qué lo hacían?
—Por información. «El de ahí es guerrillero». Todo valía en la guerra…
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Ellas y él cuentan los puntos con cuidado, ajenos a la conversación entre Meira y María Gaitán, directora del Centro Nacional de Memoria Histórica, quien esa mañana visita el taller de la artista; rubrican en braille, con la dedicación de un artesano, el nombre «Diego». Juntos, víctimas y compareciente, empiezan a darle forma a una de las grandes obras que albergará el Museo de Memoria, como lo subraya la directora del CNMH. Gaitán tiene claro que la idea es que el mural permita leer no solo los nombres de las víctimas de los denominados «falsos positivos» (que son más de 6.402), sino que esta obra esté en permanente construcción e incluya a la mayor cantidad posible de víctimas del conflicto armado. Porque las memorias son vivas y se edifican a diario.
—Antes se llamaban «legalizaciones». Tengo casos de cuando yo era teniente, en 1987. Legalizar era asesinarlo, colocarle las armas y reportarlo. Y cuentan los de atrás que eso ya se venía haciendo.
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Esta tarea inacabable tiene algunas acciones pendientes: conseguir un espacio para que las mujeres de Mafapo continúen recibiendo los talleres de braille, cerámica y pintura en acuarela; trazar la ruta de la posible cooperación para materializar la obra en las dimensiones soñadas; y lograr que este mural haga parte de los siete puntos de reparación que deben involucrar a los comparecientes de la JEP.
—Esto me cambió la vida [...]. Yo siento que debo estar haciendo esto. Siento la necesidad en mi corazón.
—¿Y le ha dado paz?
—¡Uffff! Esto me roba todo el tiempo.