Académico hasta la médula, Gaviria se dio a conocer más allá de las fronteras universitarias y jurídicas en 2002, cuando decidió incursionar como político al lanzarse al Senado de la República (él decía, a manera de chiste, que aceptó ser candidato por falta de carácter). Todo su prestigio como magistrado, juez, profesor, decano y vicerrector, fue puesto al servicio de lo público –en el sentido más amplio de la palabra–. Más tarde, en 2006, como candidato presidencial, obtuvo la votación más alta en la historia de la izquierda en Colombia: 2.6 millones de votos.
Perdió ante Álvaro Uribe Vélez pero le dio al debate político una altura necesaria y despertó en las nuevas generaciones un interés por ideas que, para la época, estaban en desuso: la defensa de los derechos humanos, el respeto por el derecho y la coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace.
Y tal vez, esto último, sea su mayor legado. “La persona debe decir, pensar y hablar de una misma manera –dijo en algún momento a una periodista-. Una virtud muy escasa en la política”.
Carlos Gaviria fue coherente cuando joven: siendo casi un adolescente rechazó una beca para estudiar derecho en la Universidad Pontifica Bolivariana –institución donde se graduó de bachillerato con honores– porque tenía discrepancias ideológicas con las directivas y decidió presentarse a la Universidad de Antioquia. Fue coherente de adulto: como Magistrado de la Corte Constituciona se convirtió en referente internacional por sus sentencias sobre la despenalización de la dosis personal o la constitucionalidad de la eutanasia –posiciones que defendió en todos los escenarios y durante largos años– y que retratan su carácter ideológico pero, sobre todo, su escuela académica: Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell. Y fue coherente en la vejez: “yo habría renunciado”, una de sus últimas frases públicas, hace menos de un mes al periódico El Espectador, tras el escándalo en la institución a la que él colmó de prestigio.
No fue casual, entonces, que Carlos Gaviria también nos acompañara en una de las presentaciones de nuestros informes de memoria histórica en Bogotá: “Mujeres y Guerra. Víctimas y resistentes en el Caribe”. Su intelectualidad siempre estuvo al servicio de las minorías y a la defensa de los derechos humanos. Y no se trató solo de una afinidad ideológica. En 1987 fue asesinado en Medellín uno de sus amigos entrañables, Héctor Abad Gómez, entonces presidente del Comité de Derechos humanos de Antioquia. Gaviria vivió en carne propia el dolor de las víctimas y el desamparo de los desterrados pues ese mismo año se exilió en Argentina y, desde allí, siguió cultivando su intelecto y recordando uno de los libros favoritos de su niñez: Nuestro lindo país colombiano de Daniel Samper Ortega.
Su coherencia debe ser uno motivo de peso para recordar su vida. Sus palabras y sus acciones siempre nos darán la esperanza de que en Colombia podemos pasar la página de la barbarie y respetar las ideas contrarias. No tenemos porqué agredirnos y, mucho menos, matarnos. Paz en su tumba.