Las historias de esa Colombia sembrada de dolores y de dignidad; las que no se han escuchado y que abarcan miles de páginas escritas, cientos de libros, horas de documentales, fotografías, ilustraciones, murales, canciones, tejidos… Esas historias las cuentan quienes han visto crecer la guerra en sus territorios. Todas nuestras y de un país desconocido al mismo tiempo, y que deben ser contadas porque hieren las almas y la tierra donde están enterradas, pero tambien abren la posibilidad de futuro. Representantes de 19 iniciativas de memoria histórica abrieron, en la Semana por la Memoria convocada por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), una narración que habrá que continuar con un hilo común: el espanto de la violencia y el valor para emprender acciones que evite su repitición.
“Esta es nuestra historia”, dice María Ernestina Rosero, venida del corregimiento El Vergel, del municipio La Llanada, en Nariño, con sus memorias de todas las veces que ha sentido sonar las balas a sus 75 años. M-19, FARC, ELN, paramilitares, Rastrojos y el Ejército han llevado la guerra a sus montañas. Recuerda el día que llegaron guerrilleros exigiendo atención médica para un hombre herido y aún maltratando al personal del puesto de salud. “Le habían volado un dedo de la mano derecha y estaba todo ensangrentado en la cara, con hojas que le habían puesto; el ojo ya no estaba, estaba estripado. Nos trataba tan mal y quería que le pusiéramos el ojo, quería volver a ver y que nosotros teníamos que devolverle el ojo. Botaba sangre a raudales, pero las curas se las quitaba”. La voz se le quiebra al contar el terror de aquella urgencia que no estaban en capacidad de atender y que dispersó el sobrevuelo del avión fantasma. Cuando volvió a mirar la sala, ya no estaba aquel hombre malherido, solo las paredes manchadas de sangre y el desorden.
Esa historia nuestra, de violencia, dolor y resistencia de la gente pasa también por la Comuna 13 de Medellín. “Estas historias no se han contado como es —dice Graciela Mejía, lideresa desde hace 30 años de este sector del occidente de la capital antioqueña, donde recuerdan la guerra que se tomó sus calles y sus casas durante la operación Orión y otras intervenciones militares en 2002, que pretendían desterrar milicias guerrilleras— yo creo que los que sufrimos el dolor de la violencia somos los que tenemos la verdad”.
Esa misma historia, de asesinatos y el miedo que provoca la huida, la cuentan los campesinos de las veredas Combia, Yarumal, El Buey, San Bartolo, Guayaquil, Santo Domingo, Santa Rita, La Cristalina, La Honda, San Miguel Santa Cruz, El Cardal, Fátima, Minitas y San Miguel Abajo, y del corregimiento de Mesopotamia, territorios de los municipios La Unión, El Carmen de Viboral y Abejorral, en el suroriente de Antioquia, que no quieren volver a vivir el temor del conflicto armado que marcó sus vidas entre 1990 y 2010. Y la cuentan, en la diversidad de los paisajes de un país multicultural, comunidades étnicas amenazadas por el riesgo del exterminio físico y cultural por cuenta del accionar de grupos armados en sus territorios ancestrales. Narran sus afectaciones, para hacerlas visibles los indígenas del pueblo Kankuamo en la Sierra Nevada, del pueblo Pijao en el sur del Tolima, del pueblo Emberá Chamí, y los exiliados del pueblo Yanakona en Bogotá y del cabildo Nasa en Cali, y del Consejo Comunitario de Puerto Limón de Putumayo.
Nuestra historia, en el campo y la ciudad
La comunidad de El Vergel escribió el libro Memorias de El Vergel, un jardín entre montañas, apoyado por el CNMH. “Queríamos contar nuestra historia, pero no podíamos hablar solo de la violencia, porque nadie iba a leer solo de la guerra. Entonces empezamos por contar la historia del pueblo… eso también había que contarlo”, explica María Ernestina. Pero no es la única acción que han emprendido por hacer visible su territorio como una manera de resistir al conflicto armado. “En ocho años hemos trabajado con los niños, en reuniones con los mayores les hemos contado esta historia, pero suavecito. La colcha de la violencia la bordamos las mujeres con los casos que nos cobijaron de la guerra, cada una en su familia, pero no pudimos traerla porque es muy pesada”. Todas son piezas de una historia inacabada, hoy están en el proyecto de encontrar un lugar para la Casita Vergeleña, el lugar para mostrar sus memorias. “Para nosotros no se ha acabado la guerra”, advierte después de contar los choques armados que siguen aconteciendo en sus montañas.
También los pobladores de la Comuna 13 de Medellín, en su mayoría jóvenes miembros de colectivos culturales, plasmaron sus experiencias del conflicto armado y sus acciones sanadoras que se encuentran en el arte en el libro ilustrado Arte, memoria y vida. Comuna 13 y vereda La Loma. El Consejo Comunitario de Puerto Limón construyó el documental Negros Somos, producto audiovisual con el que buscan mantener sus prácticas ancestrales y unir alrededor de ellas a las generaciones de su comunidad. La comunidad de Mesopotamia y sus veredas cercanas reunió los testimonios de sus campesinos en la serie documental Mesopotamia, refugio de amor. Son algunas piezas de esta historia nuestra que el CNMH tiene como misión apoyar para que sea contada.
“Yo creo que cada uno pensábamos solo en la violencia que vivimos. Pero me di cuenta en este encuentro del dolor y de las tragedias por las que han pasado familias en otros territorios, que yo no los conocía porque esto nunca fue hablado en el país”, reflexiona Graciela, que antes de sus experiencias en la Comuna 13 de Medellín, pensaba que el conflicto armado solo se vivía en el campo. “Una mañana salí a trabajar a las cinco de la mañana. Yo tengo dos hijas. Encontrar en dos esquinas dos mujeres jóvenes, asesinadas en una noche… me devolví porque había dejado mis niñas solas, soy madre soltera y yo vi a mis hijas ahí, en esas jóvenes muertas”, recuerda con un nudo que no la deja hablar. “Mi familia me dijo que tenía que salir de ahí, porque no era un lugar para criar a mis hijas, pero me dije que tenía que seguir luchando por ese lugar donde conseguí mi casa y me siento orgullosa de haberle arrebatado, a través del teatro, algunos chicos a la violencia y de haber salvado a muchas niñas de la prostitución”.
A pesar de ese compartir de historias conmovedoras, historias hermanas, nacidas de la misma guerra en el país, Graciela destaca esta, su primera experiencia en un encuentro alrededor de la memoria. “Haber compartido y aprendido de otras iniciativas y tener la oportunidad de decir qué quiero para mi comuna: un lugar de memoria, porque tenemos mucho qué contar”.
A María Ernestina le entristece que a pesar de tantas veces que la violencia se ha tomado el Jardín entre Montañas que es El Vergel para sus pobladores, sea un lugar desconocido en el país. “Si no saben de La Llanada, mucho menos de El Vergel”. Sin embargo, se alegra de poder contar su historia por estos días en la capital del país, durante la Semana por la Memoria. Se reconoce en un video grabado para documentar su participación en el encuentro de iniciativas de memoria y escucha su voz de acento marcado, pensando en lo que dirán los niños y las niñas de El Vergel cuando la vean en las pantallas.
Voces para todas las memorias
La tarde de la quinta jornada de la Semana por la Memoria, en la avenida Jorge Eliécer Gaitán —la calle 26 entre las carreras 15 y 17— en el Eje de Paz y Memoria de Bogotá, incluyó además la Juntanza alrededor de los archivos de la memoria, una conversación franca y diversa sobre la memoria desde el trabajo realizado por comunidades y procesos que , en muchos casos, o nunca habían tenido relación con el CNMH o habían perdido la confianza en la entidad durante la anterior administración. La importancia de los archivos en la construcción de la memoria histórica y la necesidad de impulsar la conformación de archivos comunitarios fueron temas del diálogo que se puede revivir a través de la transmisión, disponible en el enlace https://www.facebook.com/CentroMemoriaH/videos/430924072433245. En la Juntanza estuvieron experiencias de diverdsas partes del país y durante algo más de tres horas, las propuestas y los anhelos tejieron un futuro de colaboración posible.
Y el cierre, a partir de las 6:00 p. m. reunió alrededor de Voces para todas las memorias, una lectura en común con escritorxs y artistas. La propuesta, final de un día dedicado a compartir las historias que han motivado acciones de las comunidades a partir de sus propias experiencias con el conflicto armado, trajo al presente textos literarios sobre las décadas de los 40 y 50 de siglo XX. Que resultan clave para revertir el memoricidio en el país.
“—¿Y qui’ubo’el chinito? —preguntó Tránsito, interesada.
—Me llevaron pa’l hospital, y pu’ay a los cinco o seis días me echaron pa la calle porque no me podían tener más. Y el angelito empelotico, y ¿ónde conseguía y’una got’e leche? Yo me puse a pedir limosna, y golví donde ese desgraciao y golvió y lla’un policía, y como los inmundos pacos tan solo sirven pa’cabar de joderlo a uno, salí’empujones otra güelta. Y otra noche me golvieron a llevar a la Policía y yo con el angelito en los brazos, muertecito di’hambre y de jrío. Y quisque yo era una mala mujer y quisque me llevaban pa’l panóutico por tar matando al muchachito, y otra güelta pa la calle. Y yo buscando ónde me recibían el muchachito, ¡y ónde! Y otra noche me golvieron a llevar y ay sí me lo quitaron y lo mandaron quisque pa la Cruz Roja, y a yo me metieron diez días en la correccional, quisque por tar matando al muchachito”
Uno de los textos de la lectura colectiva fue un fragmento de ‘El día del odio’, del escritor José Antonio Osorio Lizarazo, pero, tras recuperar este texto, así como ‘El Monstruo’, de Carlos H. Pareja o Viento Seco, de Daniel Caicedo, el público asistente se fue animando y la noche se convirtió en un micro abierto en el que la poesia, los relatos y la memoria se hicieron comunidad.