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Autor

María Paula Durán

Fotografía

María Paula Durán

Publicado

11 Abr 2017

La Semana Santa y los rostros de las víctimas

Este 2017 coincidieron el Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas y el Domingo de Ramos. Miles de católicos encontraron en sus iglesias un puente para acercarse a las víctimas del conflicto armado.


Diminuta a escala de la gigante iglesia del barrio 20 de julio, en el sur de Bogotá, una niña camina por los paneles de una exposición fotográfica. Se hace un espacio entre la mitad de miles de católicos que se preparan para recordar la pasión de Cristo. Es Domingo de Ramos. En la galería de fotos, a escala de grises, aparecen niños y jóvenes vistiendo uniformes de grupos armados o que recién renunciaron a ellos: desmovilizados. La niña se acerca decidida hacia una de las fotos: un niño, algo mayor que ella, aparece de perfil mientras las manos de otro le delinean con cuchilla un corte de pelo. Lo señala, lo recorre con los dedos, lo mira fijamente. Siente empatía.


  •  Trabajador de la finca bananera Zulemar en el municipio de Carepa.

  •  Trabajador de la finca bananera Zulemar en el municipio de Carepa.

     

    La foto es parte de la exposición Transiciones, que tiene un capítulo de reclutamiento, otro de desaparición y uno de desplazamiento. Juan Arredondo, el fotógrafo de esa exposición, me había dicho hace un par de meses que lo que más le revolvía el estómago al retratar niños en la guerra era pensar cómo uno a esa edad estaba en otro cuento. Esa reflexión dejó en el aire una posibilidad que discutimos brevemente ese día: que uno de nuestros problemas sea que los 40 millones de colombianos que no hemos sido víctimas de la guerra estemos en otro cuento. Que nos falte empatía.

    Al mismo tiempo que la iglesia del 20 de julio se empezaba a llenar de feligreses agitando palmas y pañuelos blancos, más de 300 parroquias en Bogotá comenzaban  con una celebración inusual. Este 2017  —feliz coincidencia, diría más tarde el sacerdote del barrio Claret— el Domingo de Ramos cayó un 9 de abril: el mismo día que desde 2011, por mandato de la ley 1448, se conmemora el Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas.

    El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y la Arquidiócesis de Bogotá no dejaron escapar la sincronía de sus calendarios y se puso en marcha una jornada conjunta. En 306 iglesias de todo Bogotá fueron instalados dos pendones gigantes que llevaban impresas dos imágenes. Una la tomó César Romero durante el velorio, quince años tardíos, de ocho víctimas de la masacre de El Salado.

    Otra se la tomó el mismo Juan Arredondo a una madre que se reencontró con su hijo después de que una guerrilla lo reclutara siendo un niño. A los pendones se sumaron exposiciones en seis iglesias más: Lourdes, Monserrate, Claret, Olaya, San Wenceslao y 20 de julio. Las galerías, que estarán allí durante el resto de la Semana Santa, ponen sobre la mesa temas como la niñez en medio de la guerra, la desaparición forzada, el desplazamiento y la resistencia de las mujeres a la violencia.  

    Cerca del mediodía el sacerdote de Las Nieves explicó en un templo a reventar: “Hoy es un día en que la Iglesia Católica quiere unirse a las víctimas, reconocer su capacidad de recrear la vida, ser ejemplo de dignidad y oponerse a la indiferencia social [...] Debemos ser conscientes de que Colombia ha atravesado unos límites que no se pueden repetir. Tenemos que ser capaces de poder pedirle al Señor que nos ayude a construir un país que guarde la memoria de todo lo que ha ocurrido, que sea solidario con las víctimas, que no encuentre en los católicos personas indiferentes que digamos ‘no me interesa lo que pasó por allá porque a mí no me ocurrió’, sino que seamos sensibles, que nos duela una sola persona que ha sido violentada, que ha sido expulsada de su tierra, que ha sido marginada”.

    La preparación

    Días atrás, el padre Carlos Jiménez, alto, delgado, delicado al hablar, exponía ante los 47 párrocos que agrupa la vicaría de San José. Les explicaba, como quien dicta una clase, por qué importaba la alianza entre el CNMH y la Arquidiócesis, y cómo ellos podían aportar. En otras cinco vicarías de la ciudad, alrededor de 250 sacerdotes también discutían con interés sobre cómo relacionar su fe con un compromiso hacia las víctimas del conflicto armado. El espacio ideal para esa reflexión sería la homilía de la misa de Ramos.

    Algunos sacerdotes también propusieron hablar de cómo la guerra y la Iglesia se han cruzado de buena y mala manera. Cómo, por ejemplo, el lanzamiento de un cilindro lleno de metralla masacró a 79 personas que se resguardaban en la iglesia de Bojayá, Chocó. Pero también cómo, en esa misma tragedia, la casa cural y la casa de las Misioneras Agustinas sirvieron de albergue para la población. Y cómo en decenas de pueblos ultrajados y arrasados, la fe ha sido un asidero de esperanza para las víctimas. O cómo algunos líderes católicos, como monseñor Héctor Epalza en Buenaventura, han arriesgado sus vidas por denunciar el abandono estatal y el conflicto en sus territorios (o el obispo de Tibú, que ha frenteado la violencia por las trochas de El Catatumbo, o el mismo jesuita Francisco de Roux, que fundó el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio).

    Así se lo dijo a El Espectador María Emma Wills, asesora de la dirección del CNMH: “las distintas iglesias son quienes han roto con la soledad en los territorios más desfavorecidos por el conflicto armado. Eso hay que respetarlo, porque la fe levantó y le dio sentido a la vida de cientos de víctimas, entre el desamparo estatal tan brutal que hay en este país. O sea, si la violencia es dejarte en el profundo abandono, la espiritualidad te reconforta ya que vuelves a vincularte con el otro, en unidad”.

    Mientras miraba las fotografías de desaparición forzada y desplazamiento de Transiciones, que habían tenido una larga fila de personas esperando una visita guiada, el padre de la iglesia del barrio Claret contaba por qué la lectura del evangelio del Domingo de Ramos era preciso para el Día de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas.

    El evangelio del Domingo de Ramos es la versión de Mateo de la traición, el juicio y la crucifixión a Jesús en el Gólgota. Jesús le advierte a Judas que lo va a traicionar. Le asegura a Pedro que lo va a negar tres veces. Entregan a Jesús a Pilato, el gobernador, y la gente decide injustamente crucificarlo a él por encima del ladrón Barrabás. Pilato se lava las manos y se exculpa de esa muerte. Jesús grita “¡Elí, Elí, lama sabactaní!, que es la traducción del popular “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.  A Jesús lo crucifican y meten su cuerpo envuelto en sábanas en una especie de gruta que sellan con una roca enorme.

    La víctima inocente

    Lo explicó el padre Augusto, de la iglesia Inmaculado Corazón de María: “Los textos bíblicos son paradigmáticos. Son unas experiencias humanas que todos podemos vivir pero en Jesús adquieren un valor sin igual. El de hoy es el drama de la Pasión: un hombre que sufre y sobre el cual se van volcando todos los tipos de violencia que hay [...] Muchas de las víctimas nuestras son despojadas. Y Jesús hoy es despojado de todo: de su dignidad, de su inocencia, de su círculo de amigos, de su familia, de su vestido y de su vida. El corazón humano es contradictorio: es capaz de amar pero también es capaz de odiar, es capaz de unir las fuerzas de los que tienen poder contra el que es inocente. Y encima esa es una condena injusta impulsada por el griterío de una multitud alienada”.

    “Mira, el Presidente y la guerrilla pudieron haber firmado la paz y lo que quieras —me diría luego Amparo, una anciana de ojos claros, parada en la puerta de una iglesia del Centro—, pero aquí no vamos a descansar de esta guerra hasta que veamos la responsabilidad que tenemos con los que han sido marginados. ¿Escuchaste el evangelio? Poncio Pilatos decía ‘soy inocente de esta sangre, allá ustedes”. En distintos niveles, cómo no, pero aquí nadie es inocente de nada’.

    Son 8 millones de mujeres, hombres y niños que padecieron como nadie las consecuencias de la guerra de nuestro país. De injusticias contra estas víctimas, como la que para los cristianos ocurrió hace dos milenios, está llena la historia reciente de Colombia. También de indiferencia, de incomprensión y de olvido.

    Un recorrido rápido por las exposiciones de estas iglesias deja ver algunas de estas injusticias y la resistencia y dignidad de las víctimas: como fue la desaparición y asesinato de Luis Fernando, el hijo de Fabiola Lalinde, a manos del Ejército, y luego los 33 años que su madre ha pasado buscando justicia sin descanso. El asesinato de Yolanda Izquierdo, una mujer que defendió su tierra de la avanzada paramilitar en Córdoba. El reclutamiento de Andrés, un niño caucano que la guerrilla se había llevado y los indígenas nasa pudieron recuperar.

    Al final del recorrido de las exposiciones, los mediadores invitaban a los asistentes a dirigirse a una urna de vidrio. Allí se leía: “Frente al dolor y la dignidad de las víctimas, una luz de esperanza. ¿Y tú, a qué te comprometes?”. Me acerqué a hablar con algunos y escuché toda clase de respuestas. Me comprometo a respetar. Me comprometo a convivir con mis enemigos. Me comprometo a mirar a la cara a las víctimas. Me comprometo a aprender sobre nuestra historia. Me comprometo a ser más tolerante.

    Nuevamente: son 8 millones nuestras víctimas. Eso equivale a uno de cada seis de nosotros. Los otros cinco, por momentos, nos hemos paralizado frente a la barbarie y hemos decidido que es más fácil no confrontar el horror ni entender la resistencia. Hemos estado en otro cuento.

    Decía un volante que recibieron los feligreses: “Colombia olvidó demasiado y la guerra siempre regresó. No permitamos que vuelva a suceder”. En las 306 iglesias seguirán, durante varios días más, los rostros de las víctimas que invitan a todos, en particular a los católicos, a entender su sufrimiento y su dignidad. Que esta Semana Santa sea la oportunidad para empezar a ver en el rostro de Jesús, acaso la víctima más universal, la nostalgia de un desplazado, la incertidumbre del familiar de un desaparecido y el miedo de un niño que ha portado un fusil. No permitamos que vuelva a suceder.


    Publicado en Noticias CNMH

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