Después de casi tres años de total abandono, el corregimiento Samaná, en San Carlos, Antioquia, volvió a ser habitado a principios de 2004. Unas 70 personas, que habían huido de sus tierras por culpa de la violencia, creyeron que ya era seguro retornar. Pero no fue así: el 10 de julio, cinco meses luego de su regreso, siete campesinos fueron masacrados por guerrilleros del frente IX de las Farc.
“Se llevaron a todos los hombres, a las mujeres no, y dijeron que si nos poníamos a hacer mucho escándalo que nos mataban a todos por parejo... pero mataron fue a los hombres, que porque estaban cultivando, estaban trabajando en las tierras…”, nos contó una mujer durante la investigación de nuestro informe San Carlos. Memorias del éxodo en la guerra. El miedo forzó a desplazarse a 413 personas.
Ese municipio del oriente antioqueño, ubicado en la zona de embalses que produce una tercera parte de la energía del país, tiene una larga historia de sangre derramada: solo entre 1998 y 2005, los sancarlitanos fueron víctimas de 33 masacres, que dejaron 205 muertos. De esas, 23 fueron cometidas por paramilitares, 6 por las Farc y las demás por grupos sin identificar. Además, en ese mismo periodo, hubo 126 víctimas de asesinatos selectivos, 156 de desapariciones forzadas y 78 de minas antipersonal.
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Hasta antes de 1998, los habitantes de San Carlos recuerdan la presencia cotidiana de las guerrillas: dormían en sus casas, les pedían comida, les robaban animales. Pero la situación empezó a complicarse tras la llegada de los paramilitares en 1999. La guerrilla, que se sintió acosada, empezó a aumentar los retenes, los robos, las minas, los secuestros, las amenazas y los asesinatos selectivos. Y los paramilitares, para desplazar a la guerrilla e implantarse en el territorio, expusieron también su peor repertorio violento.
En nuestro informe explicamos que las masacres fueron parte esencial de la guerra en San Carlos por tres razones. Primero, por su intensidad y persistencia: muchas en muy poco tiempo. Segundo, por el exceso de violencia, la crueldad y en algunos casos la sevicia. Y tercero, por su potencial comunicativo para amplificar el terror. También identificamos tres tipos de masacres: en las que los habitantes fueron convocados y luego asesinados en público, en las que los armados recorrieron rutas del terror por varias veredas y en las que los victimarios instalaron retenes y “lista en mano” buscaron a sus víctimas.
Para los paramilitares, dice la investigación, se trataba de romper lazos sociales y “demostrarle a la población local la incapacidad de la guerrilla para protegerlos y la vulnerabilidad del territorio bajo su control”. Mientras que para la guerrilla las masacres “eran estrategias militares decididas y pensadas como retaliación frente a acciones de los paramilitares”.
La población civil, de poco más de 25 mil habitantes, quedó en medio de esa disputa, en una época recordada por las víctimas como “la guerra total”. Fue tan grave que, según cifras del Registro Único de Víctimas, casi 18 mil personas se desplazaron entre 1998 y 2005. “El desplazamiento fue una estrategia directa que los diferentes grupos armados emplearon para generar el desalojo y obtener el control de territorios con alto valor geoestratégico en el marco de la confrontación armada, o para desterrar a quienes consideraban enemigos directos o colaboradores del bando contrario”, explicamos en el informe.
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Ante la devastación del territorio, el exterminio del movimiento cívico y la violencia contra líderes y personas del común, los habitantes de San Carlos buscaron formas individuales y colectivas para resistir o sobrellevar el dominio de los grupos armados: usar los espacios a horas determinadas, adoptar lenguajes cifrados para comunicarse, acudir a su tradición religiosa, no entregar las escuelas a los armados, tratar de negociar con sus victimarios y hasta conformar grupos para enfrentarlos directamente.
También, a medida que pudieron retornar, crearon iniciativas de memoria histórica y reconstrucción del tejido social. Una de las más importantes fue el Centro de Acercamiento para la Reconciliación y la Reparación (CARE), un lugar de memoria que la comunidad creó en 2008 en un edificio que había sido usado por paramilitares y narcotraficantes. A ese lugar se le suman otras iniciativas, como jardines de memoria o mingas muralistas, con las que los habitantes de San Carlos le apuestan a comprender y resignificar lo que pasó en la guerra.