De día, San Pablo de Borbur es un pueblito caliente cercado por la Cordillera Oriental, ubicado en el occidente de Boyacá. Vecino del Magdalena Medio, hace sudar con su sopor imbatible, como cualquier población posada a orillas de un río. El de San Pablo de Borbur es el Minero, un riachuelo de aguas negras que arrastra del sedimento de las minas de esmeraldas de esa región: la Provincia de Occidente, o el valle del Río Magdalena, ese conjunto de 15 municipios boyacenses que, junto a otras 14 provincias, resultan de la subdivisión de las cuatro regiones naturales que descubren la anatomía del territorio boyacense y que les otorgan ciertas características comunes a los habitantes de cada microrregión.
Bajo el sol, San Pablo de Borbur es un pueblito caliente. Se parece más al Magdalena Medio con el que colinda. Y nadie pensaría que se está en Boyacá, sudando sin tregua, en un municipio de hoteles con piscina y balnearios artificiales repletos de familias enteras e inflables de colores.
De noche, en San Pablo de Borbur baja la bruma. La neblina cae de la montaña y difícilmente se puede reconocer qué pasa a lo lejos, porque ese vapor helado casi se puede tocar. Las noches son frías, y hay que salir a buscar qué echarse encima para la tregua.
En la noche, San Pablo de Borbur sí parece Boyacá. Al menos, a esa de ruana y sombrero que nos han mostrado una y otra vez en fotos, que se ha quedado instalada en el imaginario, que se asume como un lugar suspendido en la cordillera andina.
Y debajo de todo eso, del Borbur de mañanas calientes y noches frías, un laberinto ardiente a más de 80 metros de profundidad. De temperaturas extremas y cavernas oscuras. Y mucho más abajo, el brillo inesperado. El verde que reluce: las esmeraldas más bellas del planeta.
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Cuenta la leyenda que las esmeraldas son las lágrimas de Fura, la primera mujer creada por el dios Are, el dios creador de los humanos, venerado por los indígenas Muzos que poblaron Boyacá. Al pie de la montaña quedó enterrado su llanto en forma de gema, esperando ser descubierto. Y como gotas desperdigadas en las minas aparecen cada que quieren. A veces tardan días y meses, incluso años. Otras, se revelan sin más. El mito dice -y la realidad lo reafirma- que hay quienes gastan su vida cavando y buscando esmeraldas, para nunca encontrar ninguna. Están también quienes, desprevenidamente, caminan un tramo y ven el brillo de inmediato. Es el destino, dirían algunos, casi signado por los dioses.
Pero al destino lo forjan también las decisiones, y esto, junto a las esmeraldas, marcó el rumbo de la historia de San Pablo de Borbur. La belleza y riqueza de las gemas escondidas en las minas, y el valor de estas ahí asentado, provocó un conflicto que se conoció como la «guerra verde», y que se extendió desde mediados de la década del 60 hasta el 12 de julio de 1990, cuando se firmó el acuerdo regional de paz por las 15 provincias del Occidente de Boyacá.
“Era por la mina, y porque unos querían tener más que otros, y que unos querían coger el mando y los otros no se dejaban”, recuerda Gustavo Castellanos, de la vereda Coscuez, que acoge una de las minas más prósperas de la región. Los habitantes de este sector, una de las inspecciones de Borbur, se enfrentaron a los de Peñas Blancas por el dominio de los corredores de esmeraldas. La guerra se extendió por los demás municipios del occidente cuando estos fueron tomando partido por uno o por otros, enfrentados entre sí.
Aparecieron entonces las fronteras invisibles, y el río Minero se fue llenando de cuerpos de un bando y otro. Comenzó la violencia descarnada, y las múltiples venganzas por quienes habían sido asesinados. Fue “un problema que tuvo de todo: político-militar, social, económico. Y no se veía una solución del Estado”, recuerda Henry Candela, quien llegó a San Pablo de Borbur desde Pauna por una única razón: “sobrevivir”.
Hoy relata su historia, que es casi la misma del pueblo, con el mismo reclamo de hace 30 años. Se pregunta dónde estuvo y está el Estado, no solo durante la guerra, sino en esta paz que ha permanecido durante más de tres décadas en una comunidad que lo ha hecho todo a pulso. Porque la Provincia del Occidente supo hacer la guerra, pero también la paz, en un proceso autónomo del que se sienten orgullosos por demás. Tanto, como de sus esmeraldas.
Por la ausencia del Estado, no hay cifras oficiales de la «guerra verde», sino un conteo espontáneo que, según los habitantes, se queda corto: 3.500 asesinados y 1.500 desaparecidos. En una región en la que todo es autogestionado, las cifras de la violencia también lo fueron, pero especialmente su proceso de paz. Y en el marco de los 25 años del aniversario de ese acuerdo, de haber dado la palabra y cumplirla, los municipios de esa provincia, de la mano de la Diócesis de Chiquinquirá, fundaron Boyapaz, una corporación que promueve procesos incluyentes de amplia participación ciudadana para generar condiciones de desarrollo y paz en la región.
De ahí vino el acercamiento de San Pablo de Borbur y el Centro Nacional de Memoria Histórica, que desde 2020 acompaña una iniciativa que derivó en la producción de un documental que resume no solo lo que ocurrió en los peores días de este territorio, sino la paz duradera que aún los acompaña, y con un ingrediente superlativo para quienes lo vivieron: es hecho desde su voz. “Por aquí pasaron muchos medios y periodistas, pero contaron la historia a su manera, a veces con mucho amarillismo. Queríamos nosotros mismos contar lo que pasó”, cuenta en la plaza del pueblo Henry Candela, a pocas horas del lanzamiento oficial del audiovisual.
El Polideportivo municipal se adecuó con pantalla gigante para el estreno. Hubo tinto y pastelitos. Hubo aplausos, risas y llanto, para volver sobre lo vivido y continuar dándole forma al presente. “Es una muestra de que la convicción de las personas por construir un futuro diferente es la base para generar la construcción de paz. Es sin duda un ejemplo de resistencia que impulsará otros procesos en el país. Este documental nos muestra cómo se construye el territorio, las vidas, las intenciones, las construcciones conjuntas y el diálogo”, destacó Alberto Moreno, director para la Construcción de la Memoria Histórica del CNMH, y agregó que, a partir de estos trabajos comunitarios, se forjan futuras generaciones.
San Pablo de Borbur sigue viviendo de sus esmeraldas. Ellas les han dado todo. Los llevaron la guerra, pero también sobre ellas se cimentó la paz, sobre las lágrimas de la diosa de un pueblo guerrero que durante décadas ha desafiado el calor extremo, el peligro de recorrer paredes cavernosas y los demás riesgos de la minería para encontrar la belleza escondida bajo ese territorio de mañanas calurosas y noches frías. San Pablo de Borbur es capaz de cavar en la negrura para descubrir el brillo esmeraldero. Es ese su gran orgullo, su más místico secreto.