Texto y fotografías: Laura Cerón, periodista CNMH
Hace 10 años, la desaparición y posterior muerte de sus hijos, hermanos y esposos unió a las mujeres que hoy conforman la Fundación Madres de los Falsos Positivos de Suacha y Bogotá (Mafapo). La mayoría de ellas eran mujeres cabeza de hogar que vivían en barrios apartados y en zonas rurales, dedicadas a cuidar y sacar adelante a sus familias. Pero la necesidad de verdad y justicia, tras las ejecuciones extrajudiciales de 19 jóvenes, ocurridas entre enero y agosto del año 2008, las llevó a unirse.
Los “falsos positivos” no solo sacaron a la luz pública una práctica perversa y sistemática del Ejército Nacional que hacía pasar a civiles por guerrilleros caídos en combate para luego reclamar incentivos. También le enseñó al país que, en muchas ocasiones, detrás de cada víctima hay una madre, una hermana, un familiar, dispuesto a hacer hasta lo imposible por conocer la verdad y dejar en limpio el nombre de su ser querido.
El pasado 16 de octubre las mujeres de Mafapo recorrieron 640 kilómetros en bus, desde Soacha (Cundinamarca) hasta Ocaña (Norte de Santander), para conmemorar las vidas de los jóvenes que fueron encontrados sin vida en cementerios y fosas comunes de ese municipio. Pero, sobre todo, para dar la cara y nuevamente volver a hablar de lo sucedido.
La lucha de las mujeres de Mafapo se ha construido desde la pérdida y la ausencia. En septiembre del 2008, muchas de ellas empezaron a reunirse en la plaza central de Soacha impulsadas por Fernando Escobar, en ese entonces personero de ese municipio y una de las primeras personas que denunció la existencia de los “falsos positivos”. Él las animó a unirse y les aconsejó buscar abogados dada la complejidad de los casos. Para ese momento varias de ellas, después de una búsqueda exhaustiva, habían sido notificadas de que sus hijos y familiares estaban registrados como guerrilleros abatidos en lugares del país que ni ellas ni ellos conocían.
“¿Cómo podían volverse guerrilleros y enfrentarse en un combate contra el Ejército en tan pocas horas? ¿Cómo era posible que hubieran llegado a esas zonas tan lejanas? ¿Quién se los había llevado del barrio para dejarlos frente a un pelotón de fusilamiento, que los condenó y los ejecutó sin razón? ¿Por qué él, si nada tenía que ver con esa guerra? ¿Quién había dado la orden de matarlo y para qué?”, se preguntan ellas en el último informe entregado a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) el pasado mes de septiembre.
Son 10 años en los que han tenido que enfrentarse a un sistema judicial que dilata las investigaciones de sus casos. Ellas dicen que la gran mayoría de las audiencias han sido canceladas, con excusas que vienen de los mismos abogados de los militares: que no hay internet, que en la salas hace frío, que los sindicados están enfermos o que hay problemas logísticos. Por eso, ahora proponen que las investigaciones no sean individuales sino que sea un proceso conjunto.
El pasado 17 de octubre, el general retirado Mario Montoya firmó un acta de sometimiento voluntario a la JEP, por su presunta vinculación con los “falsos positivos”. Sin embargo, como reportó el periódico El Espectador, a pesar de tener un informe judicial en el que se reportan anomalías en 2.429 casos de asesinatos de civiles para inflar las cifras de la guerra, Montoya negó su participación en estos hechos. Esa reacción, llevó a varias de las víctimas a retirarse de la audiencia, tras afirmar que no tenían garantías de participación. “No respetaron a las víctimas. El general tiene que aceptar esa verdad, que eso lo hizo él”, afirmó Ana Páez, integrante de Mafapo.
Mientras tanto, las mujeres de Mafapo llevan diez años cargando con la estigmatización hacia sus hijos y sus familias. Ellas son madres de “guerrilleros”, les repiten, y con ese argumento les han negado, por ejemplo, firmar contratos de arrendamiento. Desde el día en que alzaron la voz para denunciar la muerte de sus hijos, han tenido que soportar amenazas a través panfletos y seguimientos.
El camino transitado las ha llevado a formar una segunda familia, que ha sabido mantenerse junta en los momentos de dolor, resistir ante las adversidades y las ha convertido en grandes lideresas. Juntas han hecho plantones y actos públicos en los que se han encadenado, han tejido durante años la memoria de sus hijos en telares; han trabajado de la mano de artistas y estudiantes, para darle otros significados al dolor y a la búsqueda de verdad; han hecho murales, obras de teatro, exposiciones artísticas, fotografías y documentales. También han trabajado junto a las Abuelas de la Plaza de Mayo de Argentina, quienes a su vez se han solidarizado con su causa, que es la de miles de personas en el continente.
Para las mujeres de Mafapo volver a Ocaña, en el décimo aniversario del asesinato de sus seres queridos, tenía un valor especial. Hacer el recorrido que varios de sus hijos y hermanos hicieron, siguiendo falsas promesas de trabajo, fue doloroso pero les permitió reafirmar que, a pesar de los obstáculos, siguen vivas y unidas por la verdad.
Durante la conmemoración se tomaron la plaza central de Ocaña. Allí, en compañía del gobierno local, instituciones educativas, organizaciones sociales, activistas, artistas y estudiantes, las madres ofrecieron sus testimonios y exigencias frente a cada uno de sus casos. Las acompañaron artistas con música y palabras de fortaleza. A ellas se unieron otros hombres y mujeres que también fueron víctimas de ejecuciones extrajudiciales en el Meta, en La Guajira y en Norte de Santander, pues según una investigación del coronel retirado Omar Rojas, titulada “Ejecuciones extrajudiciales en Colombia 2002-2010: obediencia ciega en campos de batalla ficticios”, publicada por la Universidad Santo Tomás, en todo el país se habrían presentado unos 10 mil casos de “falsos positivos”.
En medio de un grupo de gente que las escuchaba en silencio en la plaza central de Ocaña, varias de las madres hicieron una obra de teatro en la que buscaban, una vez más, a cada uno de sus hijos. “¿Diego? ¿Eduardo? ¿Julián? ¿Dónde estás? ¿Alguno de ustedes ha visto a mi muchacho?”, gritaban mientras deambulaban entre los espectadores.
Algunas de ellas cargaron hasta Ocaña objetos de sus seres queridos, que les dieron valor y fortaleza durante estos años. Hablamos con ellas para conocer las historias que hay detrás de esos objetos:
La Pantera Rosa de Beatriz Méndez, madre de Weimar Armando Castro Méndez
“A mi hijo le encantaba la Pantera Rosa. Como yo hacía peluches hice uno de la Pantera Rosa y a mi hijo le gustó tanto que se lo regalé. Él decía que era su hija, así que ahora es como mi nieta. Cuando él ya no estaba me puse a ver sus recuerdos y me encontré con su hija. Yo la cuidé, la lavé, le cambiaba sus ojitos. Los últimos se cristalizaron y se rompieron. Cuando yo lo fui a sepultar, él no tenía sus ojitos. Después de las 72 horas le quitaron sus órganos, pero nosotros en 72 horas no tuvimos el derecho de poner el denuncio. Así que la dejé así en protesta de que Medicina Legal le quitó los órganos sin derecho. Pero acá están estampados sus ojos y se los pongo al peluche”.
El tatuaje de Doris Tejada, madre de Óscar Alexander Morales Tejada
“Mientras viajabamos traía unas sensaciones pensando en cómo sería cuando se llevaron a Oscar. A él se lo llevaron a El Copey, Cesar, y allá está enterrado. Para mí, haberme tatuado su rostro es muy significativo porque sigo esperando encontrarlo. Estoy en esa búsqueda desde hace siete años. El dolor del tatuaje sacó el dolor que estaba más profundo. Terminamos después de cinco horas y, desde entonces, le hablo, lo acaricio, me baño con él. Le digo que siempre lo llevo en el corazón, que lo vamos a lograr”.
La camiseta de fútbol de Clara Rincón, madre de Edward Benjamín Rincón Méndez
“Esta blusa que traigo es de mi hijo. Desde que empezó a estudiar le gustaba ser arquero, hacía escorpiones como Higuita y se quedó así desde el colegio y en la universidad. Él era mi amigo, mi cómplice, mi confidente. Me lo arrebataron y queremos que conozcan que eran unos niños sanos, humildes, de buenos hogares. Yo lo que pido es justicia, verdad y no repetición”.
El tatuaje de Blanca Monroy madre de Julián Oviedo Monroy
“Él llegó de Bogotá, aquí, a este parque, a las 9 de la noche. Lo recogió el señor Alexander Carretero. Lo acusaron de venir a sembrar minas quiebrapatas. Hoy Julián está cumpliendo 29 años de haber venido a este mundo. A las 7 de la noche nació, sin saber que a los 19 años, a la misma hora, saldría de su casa a encontrarse con la muerte. Son 10 años de dolor, 10 años donde nunca, nunca, vamos a olvidar a nuestros hijos. Mi hijo no era un guerrillero. Este tatuaje es por el signo libra. Mi hijo lo llevaba más grande en el brazo, era su signo del zodiaco. Cuando me convencieron decidí hacerme el mismo con la palabra ‘Justicia’”.
El cofre de Ana Páez, madre de Eduardo Garzón Páez
“Este cofre es una conmemoración. Acá están sus guantes de la moto, la foto de su apartamento como lo tenía en navidad y es un recuerdo como si hoy me hubieran entregado sus cenizas. Lo hice en cuatro meses para hacer de cuenta que hoy me llevo a mi hijo de acá. Para recordarlo y limpiar su nombre. Venir significa recuerdos, amor, lucha. Yo quiero limpiar el nombre de mi hijo, él no era guerrillero. Ya le faltaba poco para graduarse de abogado. Dejó tres hijos. Venir es un sacrificio para que mis nietos vean que su abuelita luchó por su hijo, que su papá no era guerrillero. Él era servicial, era buen hijo. Él era el que me llevaba a todo lado y mire ahora a dónde me trae a pasear”.