Lecciones chilenas para hacer teatro sobre memoria
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Autor
Juan Pablo Daza
Fotografía
Juan Pablo Daza
Publicado
27 Nov 2017
Lecciones chilenas para hacer teatro sobre memoria
Martín Erazo, dramaturgo chileno, cuenta cómo el teatro ha sido una herramienta para dar a conocer las historias que la dictadura silenció durante años.
La dictadura militar chilena, desde 1973 hasta 1990, limitó los espacios que antes tenía el arte. Los artistas fueron perseguidos y las obras fueron censuradas. Muchos pasaron a territorios clandestinos, remaron a contracorriente. El teatro no fue ajeno a esa crisis. En 1977, un incendio redujo a nada la carpa de la Compañía La Feria, donde hacía pocos días se había presentado una obra que contaba la vida del poeta Nicanor Parra y criticaba la situación que atravesaba el país. A algunos dramaturgos los paralizó el miedo. A otros, en cambio, los impulsó a seguir a como diera lugar.
Seis años después de terminado el régimen, un grupo de artistas interdisciplinares fundaron el colectivo La Patogallina. Seducidos por el teatro popular, buscaron nuevas formas de llenar los silencios que había obligado la dictadura de casi dos décadas. En los últimos veintiún años han producido obras como “El húsar de la muerte”, que cuenta la historia del prócer de la independencia y guerrillero Manuel Rodríguez, o “1907: el año de la flor negra”, que retrata una matanza de obreros ocurrida a principios del siglo XX. La Patogallina autodefine su teatro como callejero, educativo, popular y transgresor.
Martín Erazo, director artístico de ese colectivo, visitó Colombia a final de octubre en el marco del festival de teatro Entreacto, organizado por el Museo Nacional de la Memoria, del Centro Nacional de Memoria Histórica, como parte del proyecto de cooperación Sur-Sur con el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile. Erazo dio un taller en Bogotá, donde construyó un proceso de creación colectiva alrededor de la idea de un museo de memoria. El resultado de ese taller fue un performance callejero presentado en la Plazoleta del Rosario.
Hablamos con él sobre el teatro como herramienta para la memoria y sobre las lecciones que Colombia puede aprender de Chile en esa materia.
Usted dice que su misión como dramaturgo es contar una historia alternativa a la oficial. ¿Cómo ha sido la tensión entre esas dos historias en Chile?
Nosotros hemos abierto un canal donde nos encontramos con un montón de cosas que desde la historia oficial son muy difíciles de entender. Y también hemos podido reconocer a ciertas personas e ideologías clave en Chile que rayan con la historia oficial. Entonces creo que hay dos cosas. Una es que hemos hablado de esos temas históricos que están ahí dormidos en el inconsciente chileno. Y lo otro es que no lo hemos contado desde el homenaje secular, donde solo hay buenos y malos, sino que lo hemos humanizado y lo hemos tratado con humor.
¿Dónde se ubica la memoria que ustedes hacen entre la objetividad y la ficción?
Nosotros a partir de los datos duros armamos una ficción, cuya base es provocar una emoción y un reconocimiento con el público. No solamente hablo de la pena sino de la alegría. Por ejemplo, en el caso de una matanza, nos interesa contar también la cotidianidad de la gente, su intimidad, cómo se organizaban, cómo eran los niños. Como compañía, partimos de la base de que somos ignorantes. Finalmente, lo que hacemos es también una lucha contra la ignorancia nuestra y del público. Es muy difícil que alguien tenga empatía con algo, que se reconozca con algo, si ni siquiera sabe que existe. La gente que ve las obras se sorprende y no puede creer que esto haya pasado en Chile.
¿Esos procesos de memoria con el teatro empezaron a pasar durante la dictadura o después de que acabó?
Yo estaba en la escuela durante la dictadura. El teatro que vi en esos años era trabajado con precariedad, era contestatario, era de resistencia, era perseguido. Pero había un sentimiento en mí de que ahí había algo muy serio, como que había cosas que no se podía hacer. No podías criticar ciertas cosas, a ciertos héroes. Era todo demasiado blanco y negro. Una de las primeras cosas que hicimos nosotros fue tratar de ampliar esas dimensiones. Antes, en el teatro político, era drama, drama y drama, nada de humor.
Hablando del humor, ¿cree que hay que poner límites a la hora de abordar algunos temas sensibles?
Nosotros somos bien directos. Nos metemos en los temas que nos apasionan. No cogemos temas históricos solo porque sí, sino que realmente reconocemos hitos profundos. Pero cuando nos metemos con eso, no nos reservamos nada a la hora de transmitirlo. Nuestro humor no es de chistes, sino de mirar momentos irónicos de la vida real. También usamos humor e ironía a la hora de hablar de los poderes. Es un humor de imagen, no de chistes. Y como no son chistes, nunca han provocado ningún reparo.
¿Esas nuevas dimensiones narrativas las permitió el tiempo y la distancia con los hechos dolorosos?
Claro. Nosotros vivimos la dictadura como niños. Más como un reflejo del miedo de nuestros padres. Era un miedo que ellos nos inculcaban. Y pasaba algo muy oscuro y es que el buen teatro era clandestino, el teatro comercial era malísimo, casi no venían artistas extranjeros. Estábamos como encerrados en el sur. Pero de repente esto explota y hay un vuelco de alegría popular, podíamos salir a la calle en tranquilidad. Se empezó a fraguar un proceso y hubo un boom cultural durante los primeros años de la transición.
¿Cómo fue esa transición para ustedes como artistas?
Lo que hizo la dictadura en Chile, que es más o menos lo que hace en todos lados, fue destruir la cultura. Y además había una persecución a los artistas. Eso, de a poco, empezó a retejerse. Fueron llegando generaciones de jóvenes que venían sin ningún miedo. Al final el miedo fue una cuestión que marcó mucho a las generaciones. Había gente que se autocensuraba. Pero, a medida que se desvanece el miedo, van saliendo nuevas dinámicas.
¿El miedo siempre inmoviliza o también puede llevar a actuar con más fuerza?
En nuestro caso, lo que nos movilizó fue más la rabia que el miedo. Pero veo por ejemplo a mis padres y siento que el miedo entró, quedó y cambió un circuito que tenían las vidas de esas personas. No daban ganas de meterse en política: era preferible proteger a tu familia y a ti mismo. Ahora que lo preguntas, creo que fueron dos cosas las que impulsaron el Chile actual: la represión por parte de las estructuras de poder y la construcción de un modelo económico. Años después, ahí estamos los grupos artísticos y sociales tratando de reencontrar a Chile con su identidad, que es sumamente compleja, y tratando de que la gente se vuelva a involucrar en lo político.
¿Cómo se plantean desde el teatro esa lucha para volver a meter a la gente en la política?
Yo creo que los países son como las personas: les pasan cosas que los trauman. Entonces el país debe reconocer sus traumas, abrirlos y limpiarlos de alguna manera. La virtud que tiene el teatro es que puede sacar las cosas y mostrarlas a través de la emoción. No estamos hablando de una cosa intelectual que te tienes que aprender, sino de la historia de un ser humano que se para frente a ti y te emociona. Solo que es una historia verídica. Y eso te manda a pensar “¿por qué yo no sabía eso?”. La gente va, se sorprende, investiga. El tema principal para empezar a movilizarse es salir de la ignorancia.
Acá en Colombia muchas veces han sido las mismas comunidades de víctimas las que han buscado su voz a través del arte. ¿Eso pasa también en Chile?
En una escala muy pequeña. Durante los noventa, el arte hablaba bastante de los temas que tenían que ver con la dictadura. Pero no era hecho por víctimas sino por artistas. Otra particularidad es que esas corrientes artísticas ni siquiera tuvieron que ver mucho con la juventud en ese momento. Eran hechas por la gente mayor. Después sí, como te decía antes, hay una relectura de esos temas por parte de las nuevas generaciones.
Ustedes tienen ya un Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. ¿Cómo ha contribuido ese espacio a la construcción de la memoria a través del arte?
Además del contenido que tiene el propio museo en sus exposiciones, ha ayudado la relación que tienen con los artistas. Más allá de ser un lugar que guarda las memorias, el museo se ha transformado en un hito cultural. Allá se presentan funciones de obras en distintos lenguajes artísticos y eso lo abre más hacia la comunidad. La gente lo reconoce como un espacio de reflexión, de memoria, pero también de encuentro.
A medida que la dictadura se va alejando en el tiempo, ¿le parece que los temas de memoria a través del arte tienden a agotarse?
En la medida que la vida sigue, la creación va a seguir. Nosotros nada más nos hemos metido en cuatro o cinco puntos de la historia. Nos quedan miles. A mí no me queda vida para hacer la memoria que me interesa llevar a escena. No se va a acabar porque al final el tema es la humanidad.
Publicado en Noticias CNMH