Semana por la Memoria 2024: relatos diversos en un mensaje contra el olvido
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CNMH
Galería de la memoria de las víctimas del municipio de Palestina, en el sur del Huila. Foto: Camila Galindo para el CNMH.
11 septiembre 2023
En el marco de la conmemoración de los 40 años de la desaparición de Tulio Chimonja, su familia, que lidera la Asociación de Comunidades Construyendo Paz en Colombia (Conpazcol), invitó a organizaciones, iglesias, víctimas y firmantes de paz a una jornada de memoria.
A Tulio Enrique Chimonja se lo llevaron de la finca El Recuerdo el 3 de septiembre de 1983. Era una noche de luna llena en la que Fanny Coy, su esposa, pudo ver con claridad los rostros de quienes sacaron a su marido de su cama, en la vereda San Isidro del municipio de Palestina (Huila), donde lo único que suele sonar en la penumbra son los grillos, las ramas de los árboles que se mecen en las noches y la corriente del agua de los riachuelos que descansan en los patios de las casas.
Fanny lo cuenta con una dignidad apabullante, como si contara una historia cualquiera, sentada en una silla, en esa misma finca donde vio por última vez a su esposo, y en una noche de septiembre donde suenan también las chicharras y el ladrido de los perros taciturnos. Narra todo en detalle: cómo le avisó a su suegra, al líder social de la época —«¡Esos hijueputas lo mataron!», le dijo— y cómo una semana después, luego de ver pasar por el pueblo una y otra vez a esos que se llevaron a Tulio, les preguntó qué habían hecho con él. Así constató que su marido estaba muerto, pero nunca le devolvieron su cuerpo.
Fanny Coy, campesina y lideresa del municipio de Palestina (Huila), durante el evento de conmemoración de la desaparición forzada de su esposo hace 40 años. Foto: Camila Galindo para el CNMH.
«Y bueno, qué bueno tenerlos aquí esta noche», dice Fanny y se devuelve a la cocina a seguir preparando el arroz, la yuca y el cerdo que les dará a sus casi 65 invitados, a los que nunca les falta el tinto que ella prepara con el café que siembra en su finca.
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Sus invitados están allí porque la Asociación de Comunidades Construyendo Paz en Colombia (Conpazcol), liderada por su hijo Enrique Chimonja y su nuera María Eugenia Mosquera, organizó el «Encuentro territorial interétnico: la memoria en la búsqueda, restauración y tejido de paz integral», justo el fin de semana de conmemoración de los 40 años de la desaparición de Tulio.
Aunque aún duele —Enrique se quiebra al recordarlo—, Fanny ha decidido celebrar la vida. Ella, la lideresa Fanny Coy, es sobreviviente del genocidio político de la Unión Patriótica (UP) y sembradora de paz territorial en la zona de biodiversidad La Esperanza. En esa parcela que cuida a veinte minutos de su finca, cruzando cosechas, tiene su alma, porque su vida es el campo.
Durante el recrudecimiento del conflicto en Palestina —en 1985 hubo una masacre en la que asesinaron a José Jaime Loaiza, de la UP, y a cuatro personas más que se encontraban con él en su finca, entre ellos Martín Humberto Coy, hermano de Fanny—, ella se movió algunos metros: entre veredas, hacia el casco urbano, pero nunca abandonó Palestina. Lo suyo es el campo y ahí reside su resistencia. «¡Si yo lo que sé hacer es sembrar! ¿Cómo me iba a ir?», dice.
Foto de Tulio Enrique Chimonja, desaparecido el 3 de septiembre de 1983. Foto: Camila Galindo para el CNMH.
En Palestina hay una bicicleta vintage que rueda por el municipio y tiene un letrero: «Tulio Enrique Chimonja. Sep 3/83. Desaparecido». La usa Enrique, el mayor de los hermanos Chimonja, y la usan sus sobrinas, que pedalean, como una vez lo hizo Tulio, por ese pueblo metido en el macizo colombiano, tierra de indígenas andaquíes y laboyos donde, según cuenta la historia, el conquistador Pedro de Añasco le robó el hijo a la cacica Gaitana.
«Estos territorios, de alguna manera, así como son para la agricultura, son fértiles para la lucha social», dice Enrique Chimonja. La lucha de su familia es pedalear con el nombre de su patriarca a cuestas, es escribirlo una y otra vez en pancartas con las que adornan su hogar, nombrarlo para no olvidarlo. Es sembrar.
Conoce también los procesos de resistencia de Bolívar.
«Cada vez que alguien se suma a la siembra, hay más esperanza de que algo vamos a cosechar», dice Enrique, quien ha invitado a los 65 huéspedes a sembrar en la zona de biodiversidad La Esperanza, en la vereda Montañita. Desde la comunidad de paz de San José de Apartadó, desde Buenaventura, desde el Putumayo y Caquetá, desde Neiva, desde el Cauca… de todas partes vienen los invitados, líderes y lideresas de sus territorios, quienes comparten su trabajo en los procesos de búsqueda de desaparecidos y en la construcción de paz. Algunos toman guayacanes, otras cogen cedros, otros robles rosados y negros, ocobos, y los siembran en la parcela que antes fue escondite de actores armados, según cuenta Fanny.
«¿Alguien tiene una tijera o un machete? Tengo que cortar esta raíz, porque está muy larga y, si no, la mata no crece», dice el Tigre con su cara de saberlo todo sobre el campo. Es uno de los firmantes de paz del Bloque Sur que ha acompañado este proceso de la zona de biodiversidad. Junto a casi una decena de sus compañeros, le ha apostado a este acompañamiento en un acto de reparación a las víctimas. De las filas de las FARC-EP, que tanto azotaron al municipio, salieron quienes ahora siembran junto a ellas árboles y nuevas posibilidades.
«Yo vine por primera vez en 2019, porque una compañera no podía venir. Vine, pero no me imaginaba lo que era», cuenta la Cacica (o Nidia Arcila), la única mujer firmante que acompaña este proceso. Llegó desde Neiva, como otras veces lo hizo acompañada por su compañero sentimental, también reincorporado, que fue asesinado el 4 de julio de 2022. Ella no deja de sentir miedo, pese a ser la Cacica: «Yo volví hoy, pero puede que no vuelva», dice con la voz entrecortada, exigiendo garantías al Estado y pidiéndoles a los colombianos que le permitan no vivir estigmatizada, señalada.
Como la Cacica que es, llegó y participó de la olla comunitaria, llevó las achiras que hace para vender como parte de su proyecto productivo, sembró árboles y les habló a todos del compromiso de los firmantes de paz que genuinamente acompañan a las víctimas.
Conpazcol entregó al CNMH un informe de esclarecimiento sobre los hechos ocurridos en el conflicto armado en Palestina. Foto: Camila Galindo para el CNMH.
Luego de una celebración intereclesial que unió a la Iglesia luterana de Colombia y los saberes del líder de un resguardo indígena del pueblo nasa que llamó a la lectura de la Biblia y a la armonización de la jornada con rituales indígenas, Conpazcol entregó al Centro de Memoria Histórica el informe La verdad desde nuestras aves, los guácharos: memoria al vuelo en un territorio biodiverso. Ahí estuvo la Cacica, representante de los firmantes, para dar el espaldarazo a los Chimonja, esa familia que ha sabido perdonar y que los acoge como huéspedes.
«Esto ha sido parte de un sueño que ahora… me da mucho gusto saber que hay muchos procesos organizativos, que hay muchas víctimas, que hay instituciones, que hay un gobierno que por primera vez se hace presente en 40 años, y la convicción de que sí es posible hacer el cambio, y que el cambio además está en los territorios»: a Enrique Chimonja se le quiebra la voz al decir esto. Tiene razones. Ha metido en su casa a 65 personas venidas de diferentes partes del país, entre víctimas y firmantes de paz, líderes de la Iglesia cristiana y autoridades indígenas, para compartir cama y comida, para sembrar cedros y robles, para bailar juntos.
Al paso del acto protocolario de entrega del informe, de la siembra masiva, le sigue el canto. Cantan guabinas y boleros, el sanjuanero huilense, y comienza el baile. Al verlos, mientras el sancocho se cocina, es imposible imaginar los caminos recorridos por todos, sus dolores y culpas, y especialmente la forma en la que se conocieron y acabaron ahí, reunidos, a ritmo de guitarras y aplausos. Tiene razón Enrique: es posible hacer el cambio y hacerlo desde los territorios, esos que conoció el país porque coparon los titulares en las épocas más violentas. Ahora es tiempo de bailar, porque el dolor ha dado tregua y se ha cambiado el rumbo de la historia. Porque, como gritó Fanny, anfitriona excepcional: «¡Estamos vivos!».
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