Andrea Alexandra Meza no para de trabajar. Desde que nació hace 61 años en el seno de una familia wayuu en la ranchería Puturumana I de la Albania, Guajira, la vida le ha dado tantas vueltas como ella se las ha dado a la vida. Ella, -persona mayor, indígena y transgenerista-, es una de las víctimas del conflicto armado interno que ha encontrado en el ejercicio del liderazgo y las resistencias, el sentido de su existencia.
“Nunca me imaginé que la guerra me iba tratar tan fuerte, fue duro porque tenía mis arraigos en el Guamo, Tolima. Casi me matan y perdí todo. Salí estilo delincuente a las dos de la mañana y mi pareja no sé dónde quedó”, asegura Meza con voz quebrantada. Ese 29 de agosto, los cuatro sujetos armados que llegaron en dos motos de alto cilindraje a su peluquería, le reventaron la boca, le partieron el tabique y le dieron un calibrazo en la cabeza con una pistola 9 milímetros, fueron los responsables de inscribir en Andrea, una de las tantas formas de violencia y exclusión a las que se enfrentan la población LGBTI.
Tal y como lo sugiere uno de los testimonios que se recogió para la elaboración del informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), “Aniquilar la Diferencia”, publicado en 2015, la guerra “impidió” que la población LGBTI amara. Según el Registro Único de Víctimas y con fecha de corte del 31 de julio de 2015, se identifican 1.795 personas con orientaciones sexuales e identidades de género no hegemónicas, que han sufrido alguna manifestación de violencia por parte de actores armados. A ellas, se les ha quitado desde la posibilidad de amar a quien desean, hasta se les ha obligado a esconderse para evitar la violencia por el hecho de ser quienes son, por ejemplo.
Andrea llegó a Bogotá y buscó refugio en el barrio Diana Turbay de la localidad Rafael Uribe. Sin embargo, al cabo de tres meses, -tiempo en el que además ya había logrado encontrar un trabajo en una peluquería-, el Bloque Tolima la ubicó nuevamente y no dejó espacio para dudas.
– “¿Usted qué hace aquí? se tiene que ir, pasamos en dos horas y si está ya sabe”. Hoy, desde la tranquilidad que le da el no sentirse perseguida por grupos armados ilegales, Andrea encuentra parecida esa frase que le dijeron, con otras que personas LGBTI recibieron durante los años noventa e inicios de los 2000, época en la que el conflicto se exacerbó en todo el país y afectó de manera diferencial a su comunidad.
“Para ellos, los de la costa, fue duro. Lo hemos hablado y hubo muchas violaciones a personas de la comunidad en los Montes de María, por ejemplo. A las lesbianas las abusaban para que supieran qué es ser mujer y a los gais los hacían desfilar desnudos por las calles. Algunas fueron empaladas en Sucre y Córdoba. Las admiro porque fue un gran acto de resistencia mantenerse en el territorio estando los actores armados ahí mismo y diciéndoles – ¡ah maricón! ¿no te valió? ¡Te voy a matar!”. Detrás de esas violencias que pretendían “enseñar” con el abuso lo que es “ser mujer” está la heteronormatividad, es decir, “la imposición tácita pero inequívoca de normas que regulan la identidad de género y la orientación sexual de las personas, construyendo un “otro” o una “otra”.
Pero ¿cuál fue el acto de resistencia de Andrea ante esa nueva amenaza? Comprometerse a pagarle treinta millones a una amiga que le prestó quince, empacar maleta, cruzar el charco hasta París, y en últimas afrontar que era nuevamente desplazada. “No fue fácil la salida del país, implicaba aceptar que ya no tendría nada. Llegué a Europa a ejercer la prostitución, cosa que no es dulce. Pararse uno en la calle a menos 5 o menos 10 grados con un abrigo hacia atrás para poder vender, ser humillada por lasnmismas personas LGBTI que para poder dormir en el piso con unos cojines me cobraban 500 euros, y cuidarme de gente que me quería robar lo que me hacía, o de clientes de todo tipo: agresivos, borrachos, ladrones, era muy duro”, sostiene.
Luego de casi una década, Andrea regresó al país. Lo hizo justo cuando en sus palabras, “el boom de tratamiento a las víctimas” empezaba a emerger. Así pues, al cabo de un tiempo se dirigió a la ya instaurada Unidad de Víctimas para relatar las violencias que sufrió. En Colombia, el Formato Único de Declaración para la Solicitud de Inscripción en el Registro Único de Víctimas, solo incluyó hasta el año 2012, categorías de registro que permiten hacerle un seguimiento a las víctimas de los sectores sociales LGBTI. Bases de datos anteriores a este año como el Sistema de Información de Población Desplazada no incluían la variable de orientación sexual e identidad de género.
El destino inicial de Andrea para rehacer su vida sería nuevamente el Guamo, pero las condiciones de seguridad allí y en otros municipios del Tolima como Saldaña, no eran las más seguras. A las trans literalmente les “estaban robando lo que no se habían comido” con las extorsiones que les realizaban reductos del paramilitarismo. La Unidad reconocería en 2013 a Andrea Alexandra Meza como víctima y a partir de ese mismo año ella decidió radicarse en Girardot, Cundinamarca.
Sin embargo, rehacer su vida siendo transgenerista y ahora siendo persona mayor, no ha sido fácil. Tal y como se narra en el reciente Informe “Ojalá Nos Alcance la Vida” del Centro de Memoria Histórica con apoyo de la organización HelpAge International y liderado por la Corporación Asuntos Mayores (COASUMA), la exclusión y la discriminación, así como los prejuicios y estereotipos vinculados con la vejez y el envejecimiento, ubican a las personas mayores en condiciones de vulnerabilidad y desigualdad social. “Yo como víctima, como población LGBTI, como indígena y como persona mayor no he visto la primera ayuda del Estado colombiano para mí, he presentado proyectos y no pasa nada”.
Andrea, la de porte indiscutible y energía inagotable, considera que las personas víctimas deben recibir más que conmemoraciones y mercados. Y es que precisamente ha sido, por ejemplo, desde la veeduría a esas iniciativas del Estado, -entregar mercados y conmemorar a las víctimas en actos cívicos-, que Andrea ha “levantado ampolla” con sus cuestionamientos; los cuales a la postre la han convertido en blanco de nuevas discriminaciones.
“Yo me levanté, pedí la palabra y dije: -doctor Villalba, yo quiero pedirle el favor que no se vaya a repetir lo que se ha venido repitiendo en años anteriores en cuanto a las ayudas. Los frijoles, la cebada, la avena y los atunes tienen gorgojos, quiero que se tomen los correctivos porque entre 2013 y 2015 se nos intoxicaron las víctimas-”. Como la Secretaria de Educación había sido la Secretaria de Gobierno durante los años de las conmemoraciones que critiqué, ella se paró y la cogió contra mí. –“Lo que está diciendo el señor Andrea no es cierto, el señor Andrea quería enlodarnos la fiesta, no tenemos la culpa que el señor Andrea no le gusten los payasos-”.
Ante el ataque de la Secretaria, Andrea no encontró respaldo alguno entre las personas que habían asistido a ese comité de justicia transicional del 2016 en Girardot, nadie se indignó por la ridiculización de la que fue objeto. Andrea no calló y actuó. “Doctora Sandra le exijo respeto porque yo salí hace muchos años del closet, tengo mucha autoestima, me quiero mucho y valgo mucho. Yo no entiendo usted porque me dice señor si estoy maquillada y no tengo barba ni bigote. Mañana mismo la denuncio ante la Fiscalía”. Y así sucedió.
A PRUEBA DE TODO, DESDE SIEMPRE
Barranquilla, Colombia, 1975.
-Ropa al piso.
– ¿Jueputa y ahora?
Andrea se quitó el camibuso, se bajó el pantalón y los interiores. Tan pronto se agachó, los demás de las filas empezaron a murmurar y ella corrió a taparse los senos. La señora miró el papel y la miró.
-Parese en la punta de los pies, (le hace presión con un dedo en ambos testículos y escribe apto).
-Doctora yo soy homosexual.
-Eso es piedrilla, en el Hospital Militar lo operan y queda un “monazo”.
A pesar de que inicialmente Andrea fue engañada, pues un militar -al que le había dado su confianza-, le mintió diciéndole que fuera al Batallón con un par de papeles para “sacarle la libreta”, hacer no solo el curso de suboficial sino completar ocho años al interior de la institución, fue algo que se convirtió en motivo de orgullo para ella. “La población LGBTI está preparada para todos los riesgos, no se le arruga a nada, si le toca tirar machete lo hace. Dependiendo la adversidad nos desenvolvemos, somos como el camaleón, ningún obstáculo nos queda grande. Yo tenía las fotos de mi paso por la Fuerza Pública y las tenía colgadas con orgullo en mi salón en el Guamo; esa soy yo les decía a mis clientes”.
De aquella formación castrense Andrea también recuerda, y se le dibuja una sonrisa en la cara, la estricta disciplina con la que ejercía sus funciones entre semana, pero también la libertad que tenían los fines de semana. “Yo tenía mi apartamento afuera. El viernes me entraba al edificio, me arreglaba, maquillaba, me ponía mis vestidos y pelucas, y rumbeaba diagonal al batallón con oficiales y suboficiales. Todo el mundo me conocía como Alexandra, yo me armaba el cuerpo con espuma y medias, ellos no me reconocían”, agrega.
Dentro de sus luchas de activismo, y por la generación y preservación de la memoria de personas LGBTI víctimas, se ha encontrado con violencias en su contra de quienes nunca pensó. “El respeto nos lo hemos ganado las transgeneristas con sangre, con golpes, nosotras mismas nos hemos hecho respetar por la sociedad. Las luchas de la población LGBTI las inician son siempre las mujeres transgeneristas reclamando sus derechos. Esto no nos lo reconoce la propia comunidad; los gais no quieren ver transgeneristas, las lesbianas tampoco, pero a nosotros nos ha tocado abrir los espacios y no en vano casi siempre se escucha -matan a mujer trans, matan a mujer trans, matan a mujer trans”.
Siempre que Andrea necesita volver a coger impulso sencillamente vuelve a la raíz, a los días de infancia en la Guajira en los que “vivía en un territorio prácticamente nómada”, sin cerca alguna y con una comunidad que siempre respetaba las decisiones de todos, la suya de ser mujer también. La Andrea de los 61 abriles a sus espaldas es en últimas la misma que recibió a los 15 el espaldarazo de su pueblo para “seguir volando”, la que se fue a vivir primero con una familia Arijuna a Maicao y la que terminó viviendo luego en ciudades y países tan distantes como Aruba, Francia, Popayán y Valledupar.
Andrea regresó a Colombia para seguir cuestionando, más cuando siente que todavía hay tanto por hacer por la población, su población LGBTI. “Yo solo quiero que nos valoren a todos como seres humanos que somos, que no nos discriminen ni nos menosprecien por el enfoque diferencial al que pertenecemos. En cuanto a los gobiernos que se nos dé la oportunidad también de superarnos como se les da a todos los heterosexuales. Que tengamos la oportunidad de poder estudiar, de poder ser profesionales. Somos gente buena y tenemos mucho talento”, concluye.
* Este artículo hace parte de Divergentes, un proyecto sobre movilización y organizaciones sociales del portal ¡PACIFISTA!
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