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Chameza. Memorias de la Sal que no dió la vida

Chámeza. Memorias de la Sal que nos dió la vida

Libro

Chámeza.
Memorias de la Sal que nos dió la vida


Chámeza: Memorias de la sal que nos dio la vida se enmarca en el Plan Integral de Reparación Colectiva, por medio del cual el Centro Nacional de Memoria Histórica tiene la responsabilidad de avanzar en la reconstrucción de lo sucedido en este municipio en el marco del conflicto armado del Casanare. Junto a la comunidad se decidió que para este documento serían sus voces las primordiales a la hora de narrar la historia.

Los señalamientos como pueblo guerrillero, basados en la permanencia de los grupos insurgentes en el territorio desde los años ochenta, generaron inmensos daños a la comunidad y ocasionaron delitos conexos de gran envergadura como la desaparición forzada y el homicidio. En el desarrollo de los cuatro capítulos que lo componen, el informe se ocupa de la historia de los diferentes asentamientos que ha tenido Chámeza desde el siglo XV hasta 1956; profundiza en los acontecimientos vividos entre 1985 y 1999 con la llegada de las FARC y el ELN; relata la profundización de la violencia vivida entre 2000 y 2004, cuando los enfrentamientos entre grupos guerrilleros y paramilitares se volvieron cotidianos para la comunidad y, por último, son sus voces las que presentan las estrategias valerosas que han desarrollado para sobreponerse a lo sucedido y afrontar desde el día a día sus pérdidas.




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Casanare, Chámeza, grupos guerrilleros, Paramilitares

Corrió por su vida, hoy baila para ayudar a otros

Autor

CNMH

Fotografía

CNMH

Publicado

9 Abril 2020


Corrió por su vida, hoy baila para ayudar a otros

Volteó a mirar, conmocionada, cuando salió de su tierra por última vez tomada de la mano de su padre junto con su familia. Imágenes de recuerdos cruzaron su mente mientras caminaban como si la tierra les quemara los pies. Recordó cuando jugaban a la pelota con sus hermanos o todos juntos a la hora de la cena en tantas noches llenas de estrellas. Y esos amaneceres tras la Sierra Nevada de Santa Marta, cuando se rasgaba el cielo y se podía mirar un futuro tranquilo entre los colores del nuevo día naciendo.

Un nuevo siglo empezaba entonces y con él una etapa cruda en su vida. Yoemis Ortiz y sus padres se vieron obligados a salir de sus tierras en el sector de Contadero, de Riohacha, en la Sierra Nevada, por los enfrentamientos constantes. El dominio de los paramilitares y su intención de destrucción en esa región generaron un desplazamiento de grandes proporciones hacia el casco urbano de la capital de La Guajira.

“Pasé mucho tiempo de mi infancia en el campo, donde veía a integrantes de grupos al margen de la ley muy cerca de nosotros. Perder un ser querido para mi familia fue muy duro, era un joven con ganas de salir adelante y muchos sueños por cumplir, pero la violencia nos los arrebató y nunca tuvimos respuesta del Estado”, cuenta Yoemis.

Ella y su familia guardaron como un tesoro sus tradiciones materiales y culturales. Muchos años después tendría su recompensa este esfuerzo: “Mi pasión por la danza me llevó a superar aquellos malos momentos que habían quedado en mi memoria y usé el arte para ayudar a muchos más niños y jóvenes que, como yo, vieron su infancia empañada por el conflicto. Así empecé una labor social con ellos en los corregimientos del distrito de Riohacha y el municipio de Albania”, explica. En este proceso conoció a muchos niños con una historia parecida a la suya. La danza le permitió transformar sus tristezas en alegrías y representar a su etnia negra en el Consejo Departamental de Cultura de La Guajira y en Redepaz. “Inicié el trabajo con el equipo de pedagogía del CNMH, lo que nos ha permitido trabajar por la reconstrucción de la memoria histórica de mi territorio y tener un eslabón de apoyo para las tantas comunidades que necesitan sanar sus heridas y recobrar fuerzas en medio del conflicto que ha lacerado a nuestro país”, agrega.

Yoemis mira de pie, junto a su pequeño hijo, las montañas con nubes blancas y cielo azul de la Sierra Nevada, con la esperanza de volver a ese hogar junto con sus padres; tierras bellas, incluso en su tragedia. Como la montaña imponente, sobreponerse a la calamidad no solo la ha hecho más fuerte, sino más hermosa.


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Danza, Paramilitares, Sierra Nevada, Yoemis Ortiz

Colombia tiene que saber dónde están los archivos de las guerrillas y paramilitares

Noticia

Autor

CNMH

Fotografía

CNMH

Publicado

19 Oct 2014




Colombia tiene que saber dónde están los archivos de las guerrillas y paramilitares

Trudy Peterson es una de las expertas que más conoce acerca de archivos de Derechos Humanos. Trabajó durante veinticuatro años con los Archivos Nacionales de Estados Unidos (NARA), algunos de ellos decidiendo qué tipo de información debía ser desclasificada y en qué condiciones.


Después de su retiro del gobierno, fue la Directora Ejecutiva y fundadora del Open Society Archives en Budapest, Hungría, y luego, la directora de Archivos y Gestión Documental para el Alto Comisionado de Refugiados de Naciones Unidas. Sus conocimientos en esta materia la llevaron a ser consultora de comisiones de la verdad en Sudáfrica y Honduras, en la Corte Especial para Sierra Leona y en el Tribunal de Reclamaciones Nucleares de la República de las Islas Marshall.

Peterson será una de las ponentes del seminario internacional  ‘Archivos para la paz, elementos para una política pública’ #Archivosparalapaz, organizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y el Fondo de Justicia Transicional-PNUD, que se realizará en Bogotá el próximo 28, 29 y 30 de octubre.

En una anterior visita al CNMH, auspiciada por el programa de cooperación alemana ProFiz, Peterson habló de los retos que le esperan en Colombia, en materia de archivos, de cara al posconflicto o a una eventual comisión de la verdad.

¿Cuál es la importancia de los archivos en un país en el posconflicto?

Los archivos son esenciales en procesos de posconflicto. Si los colombianos quieren que alguien rinda cuentas de algo, entonces los archivos que se refieren a esa persona son evidencia esencial ante la Corte. Si ustedes esperan absolver a algunas personas y deciden que solo algunas personas deben hacer parte de un nuevo gobierno, ustedes necesitan documentos que muestren qué hicieron ellos, para quién estuvieron trabajando,  qué clase de actividades emprendieron.

¿Y qué rol cumplirían los archivos en una eventual comisión de la verdad?

Si uno quiere reconstruir la sociedad uno tiene que entender qué fue lo que pasó y así puede decidir algún tipo de solución, de modo que se pueda avanzar con ‘el pasado’ luciendo como ‘el pasado’, reconociéndolo tal como fue.

El número dos de la Comisión de la verdad de Sudáfrica, Alex Boraine, tuvo que enfrentarse a mucha gente que quería pasar la página, seguir adelante, y él les respondía “antes de pasar la página, tenemos que leerla”, y es en los archivos donde nosotros podemos leerla.    

Los archivos también son muy importantes porque las comisiones de la verdad nunca pueden resolver casos muy específicos, ellos son muy generales, y en realidad lo que la gente quiere saber es qué pasó con sus seres queridos. Yo recuerdo que durante la Comisión de la verdad en Perú, yo leí un artículo en que se le preguntaba a la gente de la calle qué pensaban del reporte de la Comisión y un hombre respondió: “Ellos no me dijeron que pasó con mi hermano”. Y esa es la verdad, aunque haya una comisión de la verdad, los documentos son esenciales para empezar seguirle la pista de lo que pudo haber pasado con alguien que desapareció.

La otra razón por la que los archivos son importantes es para que las víctimas puedan acceder a algún tipo de compensación. La gente quiere que le retornen sus casas, sus trabajos y para todas esas cosas nosotros necesitamos documentos que determinen ¿Realmente esta gente tenía esta casa? ¿Realmente trabajaba allí?

¿Y cuáles serían los archivos claves para un proceso de paz o una comisión de la verdad?

Yo no creo que haya un archivo clave, porque un proceso de paz incluye al menos dos partes o tres, o cuatro y todo el mundo tiene una parte de la parte, entonces nosotros necesitamos saber dónde están los archivos de todos los bandos y cómo van a ser usados, para un proceso de paz, para una rendición de cuentas ante una corte, una comisión de verdad o un proceso de compensación. Cada parte tiene que dejar claro dónde están los archivos y cuáles son las reglas para acceder a esos archivos.    

En Colombia hace poco nos enteramos que los archivos de nuestra ex agencia de inteligencia, el DAS, desaparecieron ¿Cómo se podría evitar que esto siga ocurriendo?

Estos registros fueron creados por el Estado y los archivos no solo guardan registros de cuando el Estado se porta bien, los archivos también guardan información de cuando el Estado se porta mal, lo que uno debe hacer es alejarlos de las manos de quienes los crearon y llevarlos a las manos de personas confiables dentro del cuerpo del Estado. Pueden ser los archivos nacionales, con una consejería especial, pueden ser un cuerpo especial creado temporalmente. Hay muchas opciones, pero el Estado debería ser responsable, ellos necesitan protegerla y crear las reglas para su acceso.

¿Cuáles creen que serán los retos más grandes que tiene Colombia de cara al proceso de paz que está viviendo el país?

El reto más grande es saber dónde están los archivos de las guerrillas y los paramilitares y saber quién va a garantizar que estos están bajo protección. Es obvio que esas cosas son importantes, nosotros no sabemos dónde están y no sabemos a quién se los confiarán, pero es muy importante que estén seguros. El otro reto son los archivos de inteligencia del Estado[MD1] , se debe tener un proceso, un protocolo para lograr tener acceso a ellos.

Un archivo de Derechos Humanos no puede tener la información de solo un lado, es necesario tener la capacidad de ver los dos lados, porque aunque en la mayoría de los países, el Estado y la contraparte no han violando los Derechos Humanos en la misma proporción, ambos lo han hecho de alguna manera, y una archivo de DDHH tiene que mostrarlo.

Si desea inscribirse al seminario Archivos para la paz, por favor diligencie el siguiente formulario: Formulario de inscripción

 

Archivos, Colombia, Guerrillas, Paramilitares

San Onofre tiene rosas y patillas

Noticia

Autor

Juliana Duque Patiño

Fotografía

María Paula Durán

Publicado

24 Abr 2015


San Onofre tiene rosas y patillas

Entre 1997 y 2005 este pueblo de Sucre fue sede y diana de los peores vejámenes de los paramilitares: campesinos desterrados, niñas y mujeres abusadas y control de la vida social. Solo hasta hace tres años los sanofrinos empezaron a conmemorar a los que no sobrevivieron a esa época. Este relato acompaña a las víctimas en su tercer encuentro y esboza un pueblo que empieza a hacer memoria.


La madre de Rosa aún tiene miedo. No le gusta que su hija esté metida de cabeza y corazón en la reparación a las víctimas de este pueblo abusado. Teme por sus tres nietos: ¿Y si los niños se quedan sin mamá? Teme repetir el dolor y la impotencia que vivió cuando los paramilitares le mataron a su marido y la dejaron a la intemperie con cinco hijos. A Rosa, la mayor, con apenas quince años, le tocó jugar el papel de padre y madre: “Se metió en una coraza y no soltaba al más chiquito. No sabía que en vez de ‘apechichar’ lo que teníamos que hacer era ponerle el pecho a la brisa”.

De eso se acordó Rosa América Morelos mientras revisábamos, en su despacho, los últimos documentos para la conmemoración a las víctimas de San Onofre, Sucre. Rosa es el enlace municipal de víctimas y atiende decenas de personas cada día desde la Casa de la Justicia. Antes de que empezara la jornada de discursos, música y actos simbólicos que integró a la comunidad de 13 corregimientos y a la cabecera urbana de San Onofre, Rosa me puso al tanto de la situación de su pueblo.

Después de la desmovilización del Bloque Héroes de Montes de María en 2007 y de la desaparición de Rodrigo Mercado Pelufo, alias “Cadena”, uno de los jefes paramilitares que se obsesionó con ser el dios controlador y demonio destructor de San Onofre, este municipio, el segundo más grande de Sucre, que hoy cuenta con 67 mil habitantes, empezó a agruparse en organizaciones de víctimas que buscan la reparación integral a la que tienen derecho por parte del Estado colombiano.

Hoy hay 47 organizaciones que suman 27 mil víctimas. Algunas conforman la Mesa de Participación Efectiva de Víctimas del municipio. No todas han sido reparadas. La mayoría fue desterrada por los paramilitares entre 1997 y 2005, y hoy afrontan una nueva amenaza de abuso: los abogados o tramitadores que quieren sacarles plata bajo la promesa de que van a agilizar sus procesos. “¡No se dejen engañar!”, les habló con voz alta Rosa durante el acto conmemorativo. “Les agradezco que tengan paciencia. Los procesos no son complejos, solo lentos. Vengan a mi oficina, ustedes saben que yo soy su amiga”.

Gracias al trabajo de mujeres como Rosa y las que integran la mesa, el pasado 16 de abril 400 de estas víctimas se reunieron por tercer año consecutivo en el polideportivo de San Onofre. Se reencontraron con los vecinos de otros corregimientos, se abrazaron, oraron al cielo por el descanso de sus queridos muertos, los que no sobrevivieron al horror paramilitar; cantaron y bailaron juntos cumbia y bullerengue, encendieron velas y se compartieron claveles.

Para las víctimas estos momentos son como sesiones de terapia y sanación. A falta de psicólogos, siquiatras y atención médica especializada, las víctimas pobres de Colombia solo se tienen entre ellas mismas para narrarse una y otra vez lo que vivieron y tratar de exteriorizar el dolor que nadie podrá reparar.

Eso le pasa, y lo tiene claro, a Isabel Martínez de Guzmán, una anciana “nacida y criada en Libertad”, el irónico nombre de uno de los corregimientos más oprimidos de San Onofre: “como a mi hijo se lo llevaron y lo mataron en Venezuela, me dicen que no me van a reparar. No me queda más que venir a todo lo que me inviten. Así calmo tanto dolor”.

Isabel se vistió con una falta naranjada y se amarró un pañuelo amarillo en la cabeza. Pidió el micrófono e irrumpió en el acto cultural de la conmemoración para bailar y cantar sus bullerengues. El público se animó, la aplaudió y bailó con ella, en este acto que acompañó el programa de Agenda Conmemorativa que ejecuta el Centro Nacional de Memoria Histórica con el apoyo de USAID y la OIM[i].

Si bien, en algunos casos es esencial buscar más incidencia política y mediática con estos eventos, para que las necesidades de las víctimas se hagan visibles en otros sectores sociales, no siempre se logra llamar su atención (ese día en San Onofre ni siquiera el alcalde acompañó a las víctimas de su propio municipio) y por ahora las conmemoraciones siguen siendo, fundamentalmente, un espacio de encuentro, recuerdo y homenaje de las víctimas para ellas mismas.

San Onofre hoy

Con un porcentaje tan alto de víctimas es difícil que a alguien en San Onofre se le escape de la memoria los años oscuros del dominio paramilitar y de la herencia que les dejó. En cada puerta, tienda o venta de chancletas de plástico hay un parroquiano dispuesto a hablar de lo que tuvieron que vivir, de lo descompuesto que quedó el pueblo después del paso de los paramilitares, de la escasez de alimentos porque les quitaron las tierras para sembrar, de la multiplicación de pandilleros y de delincuentes, de la desmesura con que las autoridades administran el poder.

Por eso el pueblo estaba, particularmente, tensionado cuando llegamos. Un día antes de la conmemoración, un agente de la policía había matado a dos jóvenes en un barrio popular, alegando que no se habían dejado requisar y que, en cambio, le habían lanzado piedras. Uno de los muchachos tenía 14 años. Más de diez patrullas de la Policía y agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios tenían cubierta la plaza principal y sus alrededores.

“No es sano que, a estas alturas, San Onofre siga produciendo dolor, muerte y actores armados”, repudió el Personero Municipal.

***

Martín y Camel son dos señores que se sientan todos los días a la entrada de una casona, en la plaza principal, que conserva un enorme letrero: Cine Colón. Por estos días aprovechan la cosecha de sandía, y a quienes los saludan le comparten un vasito de “chicha de patilla” bien fría. Con 30 grados en San Onofre, nos llega como del cielo ese ofrecimiento. “Te voy a decir algo”, dice Camel Salaimán de unos 65 años, de origen libanés: “Antes esa venta de sandía que vez ahí en el parque era de Cadena. Todo era de él y el que vendiera algo que no fuera de él tenía que pagarle una cuota altísima, di tú, 1.000 pesos por cada bulto de yuca. Lo dominaba todo, era un dictador”.

“Camel, ¿tu imaginas que hace unos años estuviéramos aquí sentados, hablando en la puerta de tu casa?” inquiere Martín Therán, plomero. “¡Era imposible! A esta hora, cinco de la tarde, ya todo el mundo tenía que estar encerrado en sus casas. Todos acá nos volvimos como Shakira: ciegos, sordos y mudos”. Por eso es asombroso que hoy la gente comente a viva voz sobre el asesinato de los jóvenes: “esa es la herencia que nos quedó de los paramilitares: un montón de pandilleros locos con las drogas y una policía desaforada. Yo diría que aún no hay paz del todo”, dice Martín.

A todas estas, nos preguntamos si en esa casa aún se proyectan películas. “El cine fue el primer desplazado de San Onofre, y el victimario, el Betamax”, se burla Camel. Su padre compró el negocio hace 50 años, en una época cuando San Onofre era próspero, fértil y feliz, mucho antes de la guerrilla, sin asomo de paramilitarismo. Les pregunto por esos años: “eran buenos, se vivía tranquilo”, dicen, pero no me dan detalles. La guerra es tan avasalladora que parece haber consumido hasta los recuerdos que se sembraron desde antes.

 

 


[i] La Organización Internacional para las Migraciones y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional son cooperantes y partícipes estratégicos en la financiación y ejecución del programa Agenda Conmemorativa.

 


Paramilitares, San Onofre, Sucre, Víctimas

El legado de los ausentes en El Salado

El legado de los ausentes en El Salado

Autor

CNMH

Fotografía

Natalia Rey

Publicado

08 Ene 2016


El legado de los ausentes en El Salado

El libro “El legado de los ausentes. Líderes y personas importantes en la historia de El Salado” [Descargar libro], es la más completa descripción biográfica sobre cinco perfiles de dirigentes emblemáticos de esta comunidad de los Montes de María. Una reconstrucción de sus vidas realizada por el Centro Nacional de Memoria Histórica a través de los relatos de sus familiares, amigos y conocidos.


Es 14 de octubre de 2015. La música que suena con intensidad desde un quiosco en la entrada principal de El Salado, Bolívar, se mete en los oídos de todos los asistentes al lanzamiento de un libro sobre perfiles biográficos de líderes y personas importantes en la historia de esta comunidad. Los adultos, jóvenes y niños bajo la brisa de la noche, esperan atentos frente a un muro blanco en el que proyectan fotografías de aquellas personas que dieron su vida para servir a otros, que buscaron el bienestar colectivo y levantaron la voz contra la injusticia.

En los rostros hay más alegrías que tristezas. Hace 15 años, del 16 al 21 de febrero de 2000, la música fue testigo de una de las masacres más aterradoras en la historia del conflicto armado colombiano. A ritmo de gaitas y tamboras, más de 450 paramilitares apoyados por helicópteros asesinaron a 16 campesinos, muy cerca de donde es el lanzamiento del libro, acusados de ser guerrilleros. Durante más de cuatro días a su paso por veredas y carreteras, este escuadrón de la guerra dejó 60 personas muertas. Todo esto ocurrió hace 15 años, los mismos que cumplía en este día una niña, y por los que los parlantes a todo volumen retumban en el quiosco; el pueblo estaba de fiesta.  

Actualmente, la vida en El Salado ha alcanzado un nivel aceptable de calma. A pesar de que son muchas las necesidades básicas insatisfechas, el fantasma de la guerra permanece oculto. Primero el canto relata lo vivido por los familiares que se desplazaron, pero que están presentes en este pequeño homenaje: 

“…recordé gratos momentos vividos en El Salado, este pueblito de mi alma donde pasé mi niñez, se conserva todavía la casa donde me crie. En mis sueños te recuerdo como eras anteriormente, cálido y acogedor como el paraíso de Adán y Eva, de sanas costumbres y ese calor de tu gente”, cantó Edilma Cohen, sobrina de Pedro Eloy Cohen, uno de los líderes ausentes a los que se les rindió el homenaje.

Luego el sonido de una fiesta de quince anunciaba que de ese pueblo callado, oculto y desolado no queda nada. Y es que es una fecha emblemática también porque se entregó puerta a puerta un libro que hace parte de una medida de satisfacción del plan de reparación colectiva de la comunidad. “El legado de los ausentes”, corresponde a la historia de cinco líderes, cuatro hombres y una mujer, (Pedro Eloy Cohen, Agustín Redondo, Gustavo Redondo Suárez, Álvaro Pérez Ponce y María Cabrera) junto con una historia de un actor colectivo que son los Tabacaleros.

Ausentes de cuerpo porque cuando se recuerda a quien ya no está, la memoria lo hace existir. La memoria nos permite conocer a quien no vamos a tener la posibilidad de estrecharle la mano. Así ocurrió, por ejemplo, en el lanzamiento de este libro en El Salado. Las palabras, cantos y poemas nos presentaron los mayores personajes de este lugar. Estos líderes, como son reconocidos por la comunidad, fueron el médico del pueblo, el luchador por un acueducto, de una biblioteca, de un puesto de salud, la cancha de fútbol, un parque, las murallas del cementerio o la enfermera. 

Álvaro Pérez Ponce fue asesinado en la masacre del 23 de marzo de 1997 a manos de los paramilitares; Gustavo Redondo falleció el 30 de abril de 1990, luego de varios años de retiro de la vida pública a causa de los achaques por su avanzada edad y los rigores de un implacable cáncer de garganta. A María Cabrera las balas de la guerrilla silenciaron su lucha el 7 de agosto de 2003. Pedro Eloy Cohen fue el segundo en caer, el 13 de julio de 1990, un sicario se acercó a su farmacia, solicitó un medicamento y cuando él se volteó para alcanzárselo le disparó a quemarropa. Agustín Redondo, a pesar de que murió de muerte natural a sus 79 años el 25 de agosto de 2010, el tiempo no le alcanzó para atestiguar cómo su legado había inspirado la reconstrucción de El Salado. Ninguno de ellos murió en la masacre del año 2000.  

Con su trabajo, estos cinco personajes han hecho que después de tantos embates de la violencia en esta región, encontremos un lugar tranquilo, dominado por la alegría de su gente, con niños que corren de lado a lado esquivando los problemas que el Estado no ha solucionado. Basta con recorrer este pueblo para ver lo que hicieron estas personas por él: “cambiaron la forma de pensar de la comunidad, de ver el mundo, le enseñaron a los campesinos que son sujetos de derechos”, explica Andrés Suarez, asistente de la Dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica y relator del libro.

Lágrimas por la memoria

El hecho de reconstruir paso a paso la vida de familiares que ya no están, tiene su gota de sufrimiento, y en ocasiones han sido bastantes para poner ese sufrimiento al servicio de otros, para conocer estas historias. Por ejemplo, Elvia Badel, esposa de Álvaro Pérez Ponce, relata en un escrito, “El día en que mi vida cambió”, detalle a detalle de cómo se dio la incursión paramilitar del 23 de marzo de 1997, donde murió su compañero. “En 2008, de la Fiscalía llega un oficio donde le dicen a mi hijo que debe asistir a Sincelejo, que el postulado Salvatore Mancuso va a hablar sobre la masacre del 23 de marzo de 1997 y allí confiesa que es el autor material del homicidio de Álvaro Pérez Ponce. Lo asesinó porque presuntamente era un guerrillero, pero no mostró la evidencia, un video o una foto, algo que dijera que sí era guerrillero. Pregunto yo: ¿Será que un guerrillero está con su familia en su casa y vestía ese día pantalón gris con camisa de rayas manga larga, un sombrero de color marrón y unas pantuflas, será que así visten los guerrilleros?, no usan fusil…” 

Hace décadas que el dolor que cubre a El Salado hace suponer su fin, una comunidad de los Montes de María que huyó por la masacre y tantos homicidios, pero, pasados los años, empezó a volver aunque ha encontrado una realidad difícil.

El Salado ha vivido los últimos años un proceso de cambio muy profundo que impactó fuertemente la manera como se vive el presente. Una masiva intervención externa del sector privado y público en solidaridad con las víctimas, trajo consigo un fuerte impacto en términos materiales, dotando los saladeros de infraestructura pública como un centro médico, una ambulancia, una casa de la cultura llamada Casa del Pueblo, un colegio y una instalación deportiva, que es el fruto del “Legado de los ausentes”. Pero la vida no es fácil y construir una economía sostenible sigue siendo todo un desafío.      

El Salado no ha olvidado lo que sucedió hace 15 y 18 años. Por eso el pasado 14 de octubre el pueblo conmemoró la vida que sigue germinado a pesar de la muerte.  

 


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16 años de la masacre de Santa Cecilia

16 años de la masacre de Santa Cecilia

Autor

CNMH

Fotografía

Mauricio Builes para el CNMH

Publicado

29 Ene 2016


16 años de la masacre de Santa Cecilia

Hace 16 años en Santa Cecilia en el corregimiento de Astrea, norte del Cesar, un grupo de paramilitares conformado por más de 100 hombres armados asesinó a 12 campesinos de la región.


Este 28 de enero se llevó a cabo actividades conmemorativas en el corregimiento como medida de reparación simbólica. Teniendo en cuenta que los hechos ocurridos ese fatídico 28 de enero de 2000, trascendieron a toda la comunidad, la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (UARIV), desde 2013 inició el proceso de reparación con esta comunidad, donde se establecieron, entre otras, medidas de reparación como: reconocimiento público de lo ocurrido y actividades conmemorativas.

Otra historia no contada

Antonio Fermín relata la historia de una masacre inesperada, como muchas de las que han arrasado los pueblos colombianos. “Esa noche yo me quedé en Santa Cecilia, en la madrugaba los perros ladraban mucho, me levanté a las cinco de la mañana, iba saliendo y los paramilitares me dijeron que el pueblo estaba rodeado y que debía ir con los demás, caminé y llegué donde estaban todos amarrados. Nos pusieron en posición de requisa”, dice.

Los paramilitares, comandados por John Jairo Esquivel, alias “el Tigre”, se apoderaron de la única casa de dos pisos en la zona y montaron su cuartel de la muerte, junto a un retén militar, en toda la entrada del pueblo. Con lista en mano, pidiendo la cedula de los pobladores, iban seleccionando sus víctimas, las apartaban y amarraban: “a mí se me acercó alias ‘el Llorón’ y me dijo que conmigo no era el problema, que era con los que estaban amarrados”, relata Fermín.

Osmani Ortega, esposa de Dalwis Salcedo e hija de Rosa Elvira Rojas, —ambos asesinados en la masacre—, guarda en su memoria lo que sufrió durante esas largas horas de drama: “llegaban a las casas de los que estaban en la lista dando patadas, a todos los que estábamos amarrados nos sentaron en el piso, y a las cinco de la mañana éramos ocho allí. A mí me soltaron diciendo que estaba limpia. Y ‘el Tigre’ nos dijo que hiciéramos fiesta, que hiciéramos sancocho, que cuando ellos venían —refiriéndose a la guerrilla— hacíamos fiesta.”

Los paramilitares amarraron a 11 personas durante más de 12 horas, —desde las dos de la madrugada—a las tres de la tarde recibieron la orden de acabar con sus vidas. “Al primero que mataron fue al hijo de Ulises —Ulises Coronado Marín—, yo corrí cuando me dijeron ‘huye o te tiro yo’”, recuerda Antonio Fermín.

Según los testimonios de algunos habitantes de Santa Cecilia, a las personas asesinadas les dispararon en la cabeza y a Luz Aida Marín un perro le arrancó los senos. El pueblo quedó en silencio y desde ese día el grupo paramilitar se estableció en el corregimiento provocando el desplazamientos del 90% de sus habitantes, más de 350 familias. 

Al retornar les quemaron las casas

María Rojas se desplazó para Valledupar. Los primeros años en esta ciudad se atemorizaba al escuchar un perro ladrar, en una ocasión “llegaron a dar una serenata y mi hermana y yo vimos fue hombres armados”, explica María Rojas. Los traumas de la guerra la perseguían, llegando a confundir el sonido de unas trompetas con armas.

Con el tiempo, los labriegos decidieron regresar a las tierras, convencidos de una normalización del orden público, pero las cosas no han estado tan tranquilas como pensaron. El 30 de diciembre de 2013 un grupo de hombres no identificado ingresó al corregimiento y violentamente quemó siete casas. Varios líderes tuvieron que desplazarse.

16 años después de la masacre, compartimos “Santa Cecilia: Afectación, Daño y Resistencia” y “La memoria sin voz”, dos vídeos realizados por el Centro de Memoria del Conflicto de Valledupar y la comunidad para visibilizar esta tragedia.

Publicado en Noticias CNMH



Masacre, Paramilitares, Reparación, Reparación simbólica, San ta cecilia

La Gabarra, una historia de abandono

Noticia

Autor

Maria de los Ángeles Reyes (CNMH)

Fotografía

archivo Semana

Publicado

26 Ago 2015


La Gabarra, una historia de abandono

La incursión paramilitar en Norte de Santander dejó, además de decenas de muertos, cientos de familias desplazadas. Dieciséis años después, sus habitantes aún sufren las consecuencias.


Investigación publicada en Verdad Abierta

 

El 21 de agosto de 1999 aproximadamente 150 paramilitares llegaron al corregimiento de La Gabarra, en el municipio de Tibú, para concretar la tarea que se habían propuesto desde mayo de ese mismo año: imponer su autoridad en El Catatumbo.  

El Catatumbo ha sido un lugar de disputa para los grupos armados ilegales por su localización estratégica para las rutas del narcotráfico, el paso fronterizo con Venezuela y por el paso del oleoducto Caño Limón-Coveñas. Por la ausencia del Estado, los habitantes de la región se vieron obligados a convivir con todas las guerrillas.

Cuando los rumores de la presencia de los paramilitares empezaron a circular en la década de los noventa, muchos habitantes abandonaron sus tierras por temor a las actuaciones del naciente Bloque Catatumbo. La preocupación era tal, que varias oenegés habían convocado consejos de seguridad para alertar a las autoridades acerca del grave peligro que corría la población de Tibú. De hecho, el jueves 19 de agosto de 1999, dos días antes de la masacre, el entonces presidente Andrés Pastrana estuvo en un consejo de seguridad en Cúcuta, convocado por la oenegé, Minga.

Una masacre tras otra

Según la versión libre de Jorge Iván Laverde Zapata, alias “el Iguano”, Mancuso y Castaño tenían como uno de sus objetivos principales la conquista de Tibú; La Gabarra sería el primer paso para conseguirlo.

El 29 de mayo, en la vía que comunica a la cabecera con el corregimiento, cerca de 200 “paras”, que habían sido enviados desde Córdoba y Urabá, se ubicaron a lo largo de la carretera y pararon los vehículos que pasaban por ahí. Asesinaron a ocho personas, según reportes oficiales, con lista en mano (algunos testigos aseguran que fueron 16). Desde ese día hasta el 22 de agosto el CTI de la Fiscalía registró 77 muertos en Tibú, La Gabarra y algunas otras veredas del municipio.

Las alertas de varias autoridades defensoras de los derechos humanos lograron retrasar la llegada de los paramilitares a La Gabarra en mayo del 1999. Sin embargo, el excomandante del Batallón Contraguerrilla nº 46, teniente Luis Fernando Campuzano (condenado como coautor por esos hechos a 40 años de prisión según la sentencia de la Corte Suprema de Justicia del 12 de septiembre de 2007), permitió la llegada del grupo al casco urbano la noche del sábado 21 de agosto. Ese día, según testigos, el retén permanente del Ejército, que protegía al corregimiento, fue levantado. Además, se ordenó a los militares no salir de la base, argumentando que estaban siendo atacados por algún grupo insurgente, versión que también fue desmentida por varios testigos.

Ciento cincuenta paramilitares provocaron un apagón en La Gabarra y entraron a los bares y lugares de recreación aprovechando que los sábados en la noche varias personas de las veredas bajaban a divertirse. Las víctimas registradas en ese momento fueron 35. Sin embargo, durante la incursión paramilitar en El Catatumbo varios cuerpos fueron desmembrados y lanzados a los ríos Táchira, Zulia y Catatumbo, haciendo difícil las labores de reconocimiento y conteo de los cuerpos.

16 años de abandono

La masacre del 21 de agosto marcó el inicio de una serie de disputas territoriales que dejaron, en total, según informes del Cinep, cerca de 100 muertos. En 2001 hubo dos masacres a manos de las Farc y el Eln en contra de raspachines. En 2004 hubo otra gran masacre de 34 campesinos a manos de guerrilleros de las Farc. Según el fiscal asignado al caso, Edgar Carvajal, esto fue la evidencia más clara de la ausencia del Estado en la zona de El Catatumbo. “El Estado se desentendió porque no le convenía estar ahí, y a la vez le convenía que las Auc estuvieran ahí porque, mal que bien tenían, controlada la presencia de la guerrilla”, afirmó el fiscal.

Una gran consecuencia que dejó la incursión paramilitar en el Catatumbo fue el despojo masivo de tierras y la cantidad de familias que tuvieron que salir desplazadas. Según la Unidad de Restitución de Tierras, Tibú es el municipio con más reclamantes de tierra en Norte de Santander.

Tras la desmovilización de los paramilitares, se entregaron 105 fincas, 17 locales comerciales y 39 casas. El proceso de restitución en el área urbana, según el fiscal Carvajal, fue más fácil de llevar a cabo porque las casas ocupadas eran muy fáciles de identificar; varias de ellas fueron utilizadas como centros de tortura y eran conocidas como “casas del terror”.

En cuanto a la zona rural, en el corregimiento se adelanta un proceso de restitución colectiva aproximadamente desde 2013, pero, según el fiscal Carvajal, el proceso es lento debido a que los predios han sido difíciles de identificar. Las Auc nunca apropiaron completamente los terrenos, sino que muchos fueron usados temporalmente para guardar ganado robado o sembrar temporalmente cocaína. “Es más, la mayoría de ellos se fueron cuando se desmovilizaron y se devolvieron a los lugares de los que venían porque no eran de la zona”, dijo el fiscal.

Para Maria Fernanda Pérez, investigadora del Centro Nacional de Memoria Histórica, existe otro elemento que ha agravado el tema de las tierras en la zona y es la siembra de palma y las apropiaciones de la tierra para esta actividad. Además, las pocas garantías de seguridad impide el retorno de los desplazados: “Tú vas allá y ves solo tanques, solo Ejército. Es evidente que es una zona en guerra”, dice la investigadora.

El pasado fin de semana, la casa parroquial de La Gabarra convocó una caminata conmemorativa desde la parroquia del corregimiento hasta el cementerio. “Es necesario no dejar pasar por alto esas fechas que siempre son tan dolorosas”, dijo el padre Juan Manuel.

El desplazamiento ha sido definitivamente una consecuencia constante y silenciosa en medio del conflicto armado en Colombia. El Centro Nacional de Memoria Histórica, en el marco de la Semana por la Memoria, que se llevará a cabo en octubre, lanzará la serie de desplazamiento “Una nación desplazada”, que contendrá un informe sobre los desplazamientos en El Catatumbo titulado: “Con licencia para desplazar”.

 


Desplazamiento, La Gabarra, Masacre, Norte de Santander, Paramilitares

20 años después de la masacre de El Aracatazo

Noticia

Autor

Juliana Patiño
Periodista del CNMHa

Fotografía

CNMH

Publicado

03 Sep 2015


20 años después de la masacre de El Aracatazo

20 personas fueron asesinadas por los paramilitares en la cantina El Aracatazo de Chigorodó, Antioquia, durante una celebración popular hace 20 años. Sus dolientes no solo han permanecido excluidos a la reparación colectiva, sino que varios han sido revictimizados. El pasado 22 de agosto se llevó a cabo un evento conmemorativo que evidenció el dolor latente de las víctimas y el único apoyo real que reciben: el que se ofrecen entre ellas mismas.


El llanto y el temblor de las manos no le permitieron escribir el mensaje en el globo inflado de helio.  Me pasó el marcador y me pidió que escribiera por ella: “Hijo querido, usted siempre fue tan bueno conmigo, siempre juicioso, siempre obediente. Quiero que sepa que no he podido olvidarlo. Que Dios tenga misericordia y le perdone lo malo que haya hecho. Yo no tengo ni una queja suya. Atentamente: su mamá, María Rosalba López”. Luego sujetó el lazo blanco que ataba el globo y se unió al grupo que había escrito otros 19 mensajes para cada una de las víctimas mortales de la masacre de El Aracatazo. A la cuenta de tres todos soltamos los globos al cielo con deseos impresos por el descanso de sus almas. Nos quedamos observando en silencio cómo se elevaban hacia el arcoíris que se proyectaba alrededor del sol.

María Rosalba López parió catorce hijos, la guerra le ha quitado seis. Hace apenas un mes y medio entraron hombres encapuchados a su casa y se le llevaron a otro. El día de los globos, María Rosalba estaba allí en el Parque Educativo de Chigorodó, Antioquia, para conmemorar a Jorge González López, el hijo que le mataron los paramilitares en la masacre de El Aracatazo, hace 20 años.

Jorge y otras 19 personas fueron asesinadas con tiros de gracia la noche del 12 de agosto de 1995 en la cantina El Aracatazo, del barrio El Bosque en Chigorodó, por los paramilitares Dalson López Simanca y José Luis Conrado Pérez, por orden de Ever Veloza García, alias ”HH”, exjefe del Bloque Bananero. A su vez, “HH” aseguró que estaba cumpliendo órdenes de Carlos Castaño.

Para conmemorar los 20 años de este episodio, la Mesa Municipal de Víctimas de Chigorodó preparó un evento con el apoyo del  Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, USAID y OIM. Fue una jornada de reflexión, de alivio simbólico y de mensajes de solidaridad para los dolientes. Hubo pendones y telares con los nombres y fotografías de las 20 víctimas mortales de la masacre, velas y flores con las que los asistentes elaboraron un mandala que representaba el apoyo y la energía que se dan entre las víctimas. Los asistentes expresaran su mensaje de solidaridad, y se preparó la construcción de un jardín de la memoria en el mismo parque que albergó el evento, donde cada víctima de la masacre tendrá una planta que aluda a su memoria.

María Aydé Cortés, representante de la Mesa y de la Asociación de Víctimas de Chigorodó (ASOVICHI) fue el artífice de todo el evento; trabaja con persistencia y mucha paciencia en temas de memoria y reparación simbólica para que las víctimas de su municipio elaboren los duelos necesarios y se fortalezcan como sujetos civiles y políticos, que reclamen y demanden la verdad y la reparación que merecen.

La mayoría de los dolientes directos de la masacre también estuvieron ausentes. Ángela Salazar, amiga de María Aydé e integrante de la Iniciativa de Mujeres por la Paz, comentó que las madres y dolientes de los asesinados en el Aracatazo nunca han recibido atención psicosocial, mucho menos reparación colectiva y que no han trascendido su dolor, al punto de no tener la fortaleza para presentarse en eventos públicos como esta conmemoración. María Rosalba apoyó esta opinión. Ella nunca ha recibido atención de ningún tipo y reconoce que asistir a las conmemoraciones públicas la hace sentirse menos sola pero también le despierta muchos recuerdos dolorosos.

El Centro Nacional de Memoria Histórica, USAID y OIM insiste en que los actos conmemorativos son escenarios para el reencuentro entre miembros de comunidades que han sufrido rupturas, pero también son momentos idóneos para que las víctimas reiteren sus reclamos y demandas al Estado y los representantes de las instituciones se encuentren de frente con los sujetos a quienes deben reparar.

Según las víctimas ningún funcionario de la Alcaldía Municipal de Chigorodó ni de la regional Urabá de la Unidad de Víctimas asistió a los actos del día de los globos, pero decenas de víctimas de otros hechos violentos de municipios vecinos rodearon, abrazaron y ofrecieron todo su apoyo a María Rosalba y a las otras tres mujeres, familiares de los jóvenes asesinados en El Aracatazo. Al final de la jornada, deshicieron el mandala y llenaron de margaritas y claveles rosados y amarillos las manos temblorosas de las cuatro mujeres.

El Aracatazo fue solo el comienzo de una serie de masacres de grandes dimensiones en Urabá.

El 29 de agosto​ de ese mismo año miembros del frente quinto de las Farc asesinaron a 16 personas buscando tomar represalias contra exintegrantes del Epl; esta fue la masacre de Los Kunas, porque así se llamaba la finca  donde ocurrió, en el corregimiento de Zungo, en Carepa.

Después, el 14 de septiembre en el municipio de Turbo, siete simpatizantes de la Unión Patriótica fueron asesinadas por las Accu. Y, seis días después, las Farc volvieron a arremeter en contra de desmovilizados del Epl en Apartadó. En dos meses, más de 60 personas murieron en Urabá, convirtiendo a la región en uno de las más violentas del país en 1995.

 


El Aracatazo, Masacre, Paramilitares

Las Brisas: 16 años de un territorio donde emerge la vida

Las Brisas: 16 años de un territorio donde emerge la vida

Autor

CNMH

Fotografía

César Romero para el CNMH/span>

Publicado

11 Mar 2016


Las Brisas: 16 años de un territorio donde emerge la vida

  • El 10 de marzo del año 2000, 12 personas de la vereda Las Brisas fueron asesinadas en una incursión paramilitar. 

  • Conmemoración de este hecho luctuoso, con la presentación itinerante de telares, la presentación de documental “Memoria Latente” y el lanzamiento de la libro “Del ñame espino al calabazo. Objetos que despiertan memorias”.

  • Sábado 12 de marzo a las 10 a.m en la vereda Las Brisas, María la Baja-Bolívar.


El 10 de marzo del 2000, un grupo de 60 paramilitares al mando de Rodrigo Mercado Pelufo, alias ‘Cadena’, exjefe del Bloque Montes de María, llegó al corregimiento de Mampuján en el municipio de María la Baja, Bolívar, y ordenó a sus habitantes desplazarse a más tardar en la madrugada, amenazándolos con que, de no hacerlo, les “pasaría lo mismo que a los pobladores del Salado”, en referencia a la masacre ocurrida un mes antes. Este hecho produjo el desplazamiento de más de 300 personas. 

Luego de atemorizar a la población, los paramilitares retuvieron a siete campesinos y los obligaron a guiarlos por la denominada ruta de la muerte, hasta el Tamarindo, en la vereda Las Brisas en San Juan de Nepomuceno, un espacio de encuentro e intercambio de los pobladores. En el camino los 60 paramilitares de ‘Cadena’ se unieron a 90 hombres del Bloque Norte que venían de María la Baja, quienes llegaron a apoyarlos. El Tamarindo, un lugar tildado por los paramilitares como campamento guerrillero, estaba vacío y fue allí donde asesinaron el 11 de marzo a los 12 campesinos de Las Brisas. [Ver especial sobre Las Brisas].

El próximo sábado 12 de marzo, la comunidad en un evento masivo conmemorará 16 años de este horrible suceso, donde perdieron la vida Joaquín Fernando Posso Ortega, José Joaquín Posso García, Alfredo Luis Posso García, José del Rosario Posso García, Gabriel Antonio Mercado García, Rafael Enrique Mercado García, Wilfrido Mercado Tapia, Manuel Guillermo Yepes Mercado, Dalmiro Rafael Barrios Lobelo, Jorge Eliecer Tovar Pérez, Alexis José Rojas Cantillo y Pedro Adolfo Castellanos Cuten. La conmemoración contará con una comitiva de víctimas, instituciones del Estado y organizaciones sociales que saldrá desde San Juan, San Cayetano y Cartagena en solidaridad con la comunidad de Las Brisas. 

Habrá un acto religioso, la presentación itinerante de telares, la proyección del documental “Memoria Latente” y el lanzamiento del libro ‘Del ñame espino al calabazo. Objetos que despiertan memorias’, iniciativa de memoria creada por la comunidad de Las Brisas con apoyo del CNMH. Este libro recopila las experiencias resultantes del trabajo desarrollado en el proyecto Impreso en la Memoria, liderado por la Coordinación de Prácticas Artísticas y Culturales de la dirección del Museo Nacional de la Memoria del Centro Nacional de Memoria Histórica. Con este proyecto se buscó fortalecer y articular los procesos colectivos de reconstrucción de la memoria a través de prácticas artísticas y culturales en las comunidades de Las Brisas (departamento de Bolívar) y Tabaco (departamento de La Guajira).

CONMEMORACIÓN DE LAS BRISAS

DÍA: Sábado 12 de marzo 

HORA: 10:00 a.m 

LUGAR: Vereda Las Brisas, María la Baja-Bolívar

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Publicado en Noticias CNMH



Conmemoración, Memoria, Paramilitares, vereda Las Brisas

Puerto Torres renace en sus recuerdos

Puerto Torres renace en sus recuerdos

Autor

César Romero Aroca, periodista de CNMH

Fotografía

César Romero para el CNMH

Publicado

17 Mar 2016


Puerto Torres renace en sus recuerdos

Luego de ser confinados por paramilitares, entre 2001 y 2002, y vivir la estigmatización de su territorio, la comunidad de Puerto Torres, inspección de Belén de los Andaquíes en Caquetá, experimenta un nuevo aire. Esta es la historia de dos personajes que, después de muchos años, han vuelto a visitar estas tierras y participar del acto de reconocimiento como sujetos de reparación colectiva.


El pasado 4 de marzo de 2016 la población de Puerto Torres celebró, por decirlo así, que la Unidad de Víctimas reconoció a esta comunidad y a La Mono como sujetos de reparación colectiva. Los pocos habitantes que se quedaron en la región luego del dominio paramilitar, sufrido por la presencia del Bloque Sur Andaquíes, se encontraron en la escuela del pueblo y allí escucharon a las diferentes instituciones del Estado de que todo lo que padecieron sí pasó, que no debe volver a repetirse y tanto dolor debe repararse.

El silencio con el que las personas esperaban en el recinto, se vio interrumpido por el inicio del evento, que trajo consigo un ambiente de agradecimientos y solicitudes. Primero, palabras de reconocimiento para los dirigentes políticos que aportaron para el almuerzo, luego para quien puso los papas, y también hubo palabras de gratitud por el escenario. Todo fue cambiando hasta la intervención de los pobladores, quienes después de 15 años de lo que vivieron en su territorio, por fin sentaron su voz. Los niños de la escuela compartieron sus preocupaciones por la falta de sillas, mesas, balones y computadores; los habitantes se apropiaron por un tiempo, que pudo ser más largo, de la palabra, esa misma que les había quitado la guerra. “Aquí el gobierno no ha existido desde hace mucho tiempo. La carretera no está pavimentada, tenemos un puente caído desde hace mucho y nuestros proyectos productivos no se incentivan”.

Y es que esa mezcla de sentimientos, reclamos y gratitudes, tiene una explicación. Antes, a estas tierras no venían los políticos en campaña. Ninguna institución del Estado llegaba al territorio y, además, allí recaía una estigmatización porque los paramilitares se habían apoderado del pueblo, una cuadra con 40 casas. Hasta se apropiaron de la iglesia, la casa cural y la escuela, para cometer actos de tortura,  “capacitar”, si se puede llamar así, a sus hombres sobre cómo asesinar, descuartizar y enterrar a sus víctimas de la manera más rápida y sin dejar, aparentemente, rastro. La mayoría de los asesinados fueron campesinos acusados de ser guerrilleros.

En la época de la presencia paramilitar en Puerto Torres varios pobladores se vieron forzados a dejar sus casas, potreros y cultivos. Aquí, hasta el cura se había ido. En el 2001, cuando el padre Fredy Galindo era seminarista, fue enviado por el padre de Belén de los Andaquíes a Puerto Torres. “Yo ni sabía que esta gente estaba ahí, y cogen y me envían en el mixto” —un carro que funciona como medio de transporte entre municipios y veredas—, recuerda Fredy. En ese carro llegó a La Mono donde se encontró el primer anillo de seguridad, y luego a la última loma que se empina en la carretera y desde donde se divisa todo Puerto Torres. Allí, en un mirador de los paramilitares, le preguntaron quién era y qué venía a hacer; la defensa a su miedo, que ocultaba con una serenidad teatral, fue mostrar el carnet de seminarista. De inmediato lo dejaron pasar.

Al bajar a la zona urbana, incrédulo al desborde del horror que allí se vivía, se fue a la casa cural a dejar sus cosas. “¡Virgen santísima!”, exclamó al ver solo sangre, rasguños y una cama sin colchón; huellas de las torturas.

Al decidir que allí no se quedaría, buscó a dos mujeres del lugar para que lo acompañaran donde el comandante, en la tienda del casco urbano. Al rato, llegó en camioneta. “Comandante, me enviaron como seminarista y vengo a pedir permiso para poder celebrar la Semana Santa”, se presentó el padre Fredy con la seriedad que lo caracteriza. “Vea, haga lo que tenga que hacer, vino a una misión y tiene que cumplirla, pero no queremos ver a nadie después de las 6:00 p.m., usted haga lo suyo, pero sin movimientos raros”.

Nadie transitaba a esa hora por orden de los paramilitares, era un pueblito a oscuras, casi fantasma. Luego de esa charla corta, como quien pide permiso a un padre autoritario, el comandante le ofreció a Fredy un pan, un pedazo de salchichón y una gaseosa. “Comí delante de él. Al terminar, él sacó un fajo de billetes y pagó”. Ese mismo pan, el que el padre Fredy había acabado de comer, era uno de los que hizo con la comunidad para recolectar recursos para la celebración de la Semana Santa. ¿Quiénes compraban los panes? Los mismos paramilitares. Se sentaban, se quitaban las botas y comían mientras contaban sus historias de combate entre chistes.

Los pocos habitantes que quedaban en el pueblo se dirigían a la iglesia. Los paramilitares antes de ingresar al recinto religioso se quitaban la gorra pero no el fusil. Un año después, en 2002, el padre Fredy volvería hablar con el comandante, vender pan, dar la misa y bendecir a todos los que asistían a la ceremonia.

El padre Fredy, luego de esos años, no volvió a Puerto Torres hasta  2015, para marchar por la paz. También regresó el pasado 4 de marzo, un viernes, donde las personas, olvidadas de este pueblo al sur de Colombia, tuvieron la oportunidad de ser escuchadas de nuevo. “Hoy Puerto Torres renace de las cenizas, y créannos, el pueblo está totalmente dispuesto a la construcción de una paz”, comentó en su intervención la única profesora de la escuela del lugar. 

Antes de 2015, cuando se lanzó el informe “Textos corporales de la crueldad. Memoria histórica y antropología forense”, del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Puerto Torres era otro pueblo olvidado de Colombia. Y es que gracias a este informe —narra las infamias que ocurrieron en el poblado, la exhumación de 36 cuerpos por un equipo forense del CTI en 2002, los relatos de la angustiosa espera de los familiares de estas víctimas—  elaborado por Helka Quevedo, el CNMH puso el tema en agenda y ayudó como puente para que otras instituciones miraran a Puerto Torres después de muchos años. 

 

Textos corporales de la crueldad

Gracias al informe y la insistencia de su investigadora, en 2015 se realizaron actos simbólicos por los 36 cuerpos exhumados en 2001 y por la comunidad que resistió en aquella época. Además se llevó a cabo una marcha por la paz que recorrió la carretera destapada y polvorienta que va desde La Mono a Puerto Torres, medios de comunicación nacionales se interesaron por hacer crónicas y reportajes. Todo conllevó a que la Unidad de Víctimas reconociera a Puerto Torres, La Mono, y las veredas que componen la región de El Plan, como sujetos de reparación colectiva; se brindará apoyo en la implementación de medidas de atención humanitaria, prevención, asistencia psicosocial y reparación integral.

El pasado 4 de marzo Silvio Torres, en el evento, se paró y tomó la palabra. Sus inquietudes, muy válidas, se basaban en qué forma serían reparadas las personas que se desplazaron a partir de la presencia paramilitar. Él, junto a sus esposa e hijos, se fueron en 2002 a causa del miedo, la confinación y las amenazas de la guerrilla. Por ser de Puerto Torres y no irse, las Farc lo tildaron de colaborador de los paramiltares. Él solo estaba en el medio.

Silvio tiene un arraigo especial con Puerto Torres. “Me mata la nostalgia porque los años más bonitos fueron acá, el río, la solidaridad, mis amigos y mi familia, mucha familia”, recuerda Silvio. Y es que en este pueblito los Torres eran mayoría, su padre había llegado desde Pitalito, Huila, luego de La Violencia, cuando el territorio era baldío. “Eran claros de selva, solo habían dos familias y mi padre marcó 640 hectáreas”. Luego de eso, Pablo Torres, el padre de Silvio, hizo la casa cerca al río y una pequeña capilla a la que le puso una virgen que trajo desde Quito. Cuando se pobló este rincón se convirtió en centro de peregrinación; llegaban por el río a la misa de un padre capuchino.

Luego se abrió una tienda que se surtía en Belén de los Andaquíes; los domingos se hacían mercados con alimentos que se descargaban en bote en las orillas del terreno de los Torres. Al pasar los años más personas llegaron, se instaló una inspección de policía y se le dio el nombre de Puerto Tarso, por la recomendación de un religioso que copió el título de un lugar europeo. Pero al ver que la familia Torres se había multiplicado con 11 hijos de don Pablo y otros Torres que habían llegado, se llegó al acuerdo de darle por nombre Puerto Torres.

A estos paisajes Silvio solo ha regresado tres veces, incluyendo esta. Su padre murió en 2008 y aunque siente un gran arraigo por su terruño, no ha decidido volver. “Es difícil la vía, muchos se han ido, aún quedan familiares, pero no es lo que era antes. Tal vez de pronto con todo esto vuelva a ser ese pueblo tranquilo y fraterno que mi papá dejo.

Fredy y Silvio después de pasar muchos años han vuelto. Fredy por parte de la Pastoral Social como representante y Silvio porque ama este territorio que tiene su apellido. Los dos esperan, con dudas y esperanzas, que el acto que se llevó a cabo  —con El Comité Territorial de Justicia Transicional, la Mapp OEA, el Museo Caquetá, el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Unidad de Víctimas— no se quede solo en conversaciones vacías, y que la reparación sea una realidad en Puerto Torres.